martes, marzo 6

Narraciones Porteñas - El Carbonero


En un lugar del Callao, de cuyo nombre siempre querré acordarme, que es la Calle Libertad, hace ya tiempo vivió un caballero de los sin lanza en astillero ni en ninguna parte, sin adarga antigua ni moderna, sin rocín flaco ni percherón gordo, sin galgo corredor ni chucho chusco, lerdo ni poltrón, porque simplemente nada de eso poseía. Frisaba la edad de los tres cuartos de siglo, apellidábase Garcés, y era de profesión u oficio carbonero.
Calle Libertad año 1955
Su carbonería era una de las dos que ostentaba aquella zona: la una quedaba en la esquina de Libertad y Necochea, con puerta hacia esta última calle; y la suya, pertenenciente a la Calle Libertad propiamente dicha, frontal de la Quinta Laura, fue vecina del domicilio-consultorio del doctor del Pino, quien certificaba defunciones de los pobladores de los alrededores, como la del Chino Enrique la noche en que repentinamente fue llamado a las levantinas mansiones de sus ancestros, allá en el Celeste Imperio. La carbonería quedaba contigua a un galpón sede de inexistentes viñas y lagares, donde merced a fórmulas transmitidas por generaciones, de progenitores a vástagos, se fabricaban los afamados caldos marca Don Domingo, denominación de origen de la hacienda Racimo de los Ensueños, correspondiente a la Comarca de los Espejismos, allá en los términos de El Parral de las Utopías, producto que hubiera dejado perplejos, estupefactos y turulatos a los más renombrados alquímicos y místicos del medioevo, vinos que luego de escanciados y catados convertían en minusválidos lenguas y paladares. Fue reedición de hogaño de lo que en la antigüedad nos legaron los prodigios de las Bodas de Caná y las abundancias de las Bodas de Camacho. De esta sobrenatural manera, don Domingo cotidianamente transformaba en morapio la simple agua que vertía del bitoque.
La cisquería del señor Garcés ocupaba cobertizo oscuro de dimensiones similares al de don Domingo, sólo que más nebloso debido a la renegrida mercancía que ofertaba a las amas de casa de tan chalaca comunidad.
Era el hombre de nuestro cuento, Garcés el Carbonero, espigado de estampa, garboso, gallardo y elegante, de estatura por arriba del promedio de entonces; blanco de piel, y con cabellos de plata que no ha mucho habían sido de oro. Lo recuerdo sentado sobre su silla giratoria, meciéndose sosegadamente, con la cabeza erguida, mirada perdida en uno de los rincones de la covachuela que se había agenciado con dos mamparas o tabiques; meditabundo, con la serenidad filosofal de los profetas bíblicos, equilibrado y deferente, fumando siempre su infiniquitable cabito humeante empotrado en boquilla color marfil. La camisa blanca, inmaculada, formaba contraste con lo opaco del ambiente. Para protegérsela usaba mangas intercambiables que iban del puño a la parte superior del codo, cuasi bombachas por el lado de los elásticos. Corbata y nudo, como su terno azul eran proverbiales.
He dicho que el señor Garcés tenía su carbonería en la Calle Libertad, pero su propio domicilio era asequible sin ayuda de astrolabio: residía ya para llegar a la parte ceñida en que arranca la península, por donde tranvías y urbanitos se deslizaban raudos entre las paredes de los depósitos de la Corporación Peruana de Vapores y las fincas que había al frente, o sea, en la intercepción del meridiano y paralelo que se cruzaban en un punto cercano a los límites de Chucuito con La Punta. Una de las postreras villas era la suya, con jardín exterior y delantero, donde palmeras y árboles frutales empinábanse hacia las brisas etéreas. Salvados unos metros más allá, irrumpía la línea férrea en territorios punteños, culebreando frente al Club Universitario y al de Regatas Unión, entre Cantolao y La Arenilla.
Plazuela de ingreso a la Punta 1950
- ¡Buenos días, señor Garcés!, le decía cada vez que mi madre me enviaba a comprarle el carburante habitual para la diaria proyección manducatoria.
- ¡Muy buenos, señor Mateo, ¿cómo está usted?!, respondíame amable, complaciente, cuando por entonces toda mi edad no superaba la primera decena de vida,... ¿ A qué se debe su visita?, agregaba como si no viera la damajuana que llevaba yo en la diestra, para reaccionar de pronto: ¡Aaah,... su mamá lo manda para comprar kerosene!, ¿no es cierto?
Nos acercábamos al cilindro que horizontal descansaba ensamblado sobre caballete de dos soportes en forma de medialuna, y con ayuda de una especie de jarro con mango vertical, una vez vertido por la cañilla, aproximábaselo a la altura de la cara entrecerrando un ojo para medir en perspectiva el líquido inflamable
Se dirigía dignamente hasta detrás del mostrador cuando llegaba un cliente por carbón para alimento de braseros y fogones, sobre cuya superficie había una balanza de ésas de un solo platillo, ovalado, en cuyo extremo colgante se posaba el respectivo contrapeso consistente en rodajas metálicas intercambiables, con ranura a modo de radio, que permitía insertarlas en el péndulo a fin de posibilitar sus idóneas funciones. A su retaguardia alzábase una especie de cajón fijo, que era el hueco negro de aquel universo, elevado a un metro del suelo, de dos por dos entre ancho y largo, donde el azabache leño esperaba usufructuarios.
Munido de un listón de fierro en forma de garfio de algo más de una vara de longitud, producto de su propia industria, oportuna prolongación de extremidades superiores, resaqueaba hacia sí los trozos que requería para completar el monto de la venta, estibándolos en el platillo de la romana. La operación favorecía el vuelo de fino tizne u hollín que, ¡milagro de milagros!, jamás menoscabaron lo níveo de su camisa ni lo impoluto de su cuello.
Fue una clara mañana de no sé qué estación del año, de firmamento transparente, soleado, luminoso, cuando el Barrio despertó radiante, bullicioso y animado, como de costumbre. Las brisas extasiaban impregnadas de efluvios portuarios y marítimos. Los negocios habían abierto: la panadería de don Alejandro, la vinería de don Domingo, la pulpería del Chino de las Tres Puertas y la del nipón Koki, la frutería del señor don Mango –con su filial carretillesca en la esquina de Paita y Bolivia-; la remendonería del maestro zapatero Angulo, adalid de lezna, chaira y diablo; la sastrería de don Honorio, la ferretería de don Marcos y don Tomás, y la de don Serafín; la verdulería de Tonchi, el restaurante Tokyo, la arrozconlechería de la mujer de don Legañita, entre otros establecimientos celebérrimos. También la carbonería del señor Garcés había inaugurado la jornada.
Bodega típica de la década de los 50

Farmacia "Europea" de Alberto Francia ubicada en el Jr Galvez, en los 50
En un instante indeterminado del día el saludo de un cliente quedó sin respuesta. El señor Garcés descansaba sereno, plácido, imperturbable sobre su silla giratoria. Ambos brazos pendían laxos, como el péndulo inerte de su balanza. La cabeza yacía sobre el pecho sumiéndolo en la insondable reflexión del tránsito. La camisa inmaculada y el nudo de la corbata impecable. Dentro del cenicero, sobre el escritorio rebosante de albaranes, consumíase lo sobrante del puchito insertado dentro de la cánula marfileña. La fecha marcó mudanza de residencia temporal chucuitana a la perpétua del Baquíjano.
Así soltó amarras el caballero Garcés, de oficio y profesión carbonero, morador de Chucuito, quien no tuvo galgos ni rocines, ni adargas ni lanzas, pero sí tizonería en un lugar del Callao de cuyo nombre siempre querré acordarme, que es la Calle Libertad.

Ricardo E. Mateo Durand
Tartu (Estonia)

Fuente de imágenes:
Archivo Humberto Currarino-Callao



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