viernes, diciembre 30

Narraciones Porteñas - Hematoma Palpebral

Hematoma Palpebral
Nuestra historia se remonta a mediados del decenio de los cincuenta del pasado siglo XX –sería el año 1956-, y tuvo por escenario la Plazuela de Paita-Libertad. Todo ocurrió en un abrir y cerrar de ojos. Todo fue súbito y fortuito. Los hechos puntuales de nuestra crónica son como se leerá en los párrafos sucesivos.
                     
Jugando con coetáneos del barrio, entre trotes y correrías emprendí galope en dirección a la calle Paita donde, al desembocar en ella de manera intempestiva, coincidí con un bólido encarnado en rapaz amigo desplazándose en rumbo contrario. Le llevaba casi una cabeza de estatura, que fue precisamente el sitio donde le hice considerable chinchón. Inequitativamente, en relación diametralmente inversa y redoblada, fui yo quien llevó en el ojo izquierdo la peor parte. La hinchazón del párpado fue formidable, y riquísima cromáticamente hablando: al rosáceo inicial le siguió un azuloso cielo otoñal con fecunda gama de grises, para de a pocos mudarse en tonalidades de amarillo-verdoso-violáceo crepusculares. Esto en cuanto al exterior. En cuanto al interior, en la comarca subcutánea, habiendo logrado su máxima expresión, bulto de tanto bulto decreció sin prisas, con lentitud, hasta estabilizarse en una persistente y estable tumefacción bajo el siniestro párpado, donde instalóse con planes de residir a perpetuidad.
Comprobada su simpatía para conmigo y su decisión de no desampararme por mucho tiempo –hablo del impertinente nódulo-, mi madre llevóme donde un médico de la Calle Lima. En la Calle Lima de entonces los autos y tranvías discurrían en ambas direcciones, hacia La Punta o hacia la Plaza San Martín. El consultorio se ubicaba cercano a la cervecería, que trabajaba a todo vapor esparciendo aromas lupulares para júbilo y algazara de la población porteña.

               
Entramos al consultorio donde nos encontramos con su titular. Era éste facultativo arropado en nívea bata profesional, impecable e inmaculada camisa con cuello almidonado desde donde lucía corbata de nudo perfecto. Sobre su pecho colgaba acerado estetoscopio. Invitónos a sentarnos mientras preguntaba el motivo de la visita. La razón y causa estaban a la vista. Mi madre le señaló mi ojo, refirióle pormenores del accidente así como nuestras inquietudes y zozobras. El médico dirigió los suyos hacia el punto colisionado, miró con concentrado detenimiento y puso cara solemne. Me volteó la cabeza para mejor mirarme desde varios ángulos y perspectivas. Tomó una lupa detectivesca, cuyo foco era el párpado de mi ojo zurdo y dilató mis desgracias. Mientras observaba a través del vidrio, con los dedos de una mano tentaba, palpaba, exploraba, presionaba levemente y reconocía su expansión simultaneando tan prolijo examen con palabras ininteligibles extraídas de las ciencias médicas. Intensificábase la gravedad de su semblante. Aunque no entendiéramos, nosotros no nos perdíamos ademanes ni expresiones de tan ilustrado y egregio terapeuta.
Luego de unos momentos dejó la lupa sobre su escritorio, se volteó, nos miró fijamente, concentró sus pensamientos acerca de lo que diría de mi caso, cuyo dictamen tenía ya formado, y empezó a hablar con prosopopeya traumatóloga.
- Se trata de un hematoma, o sea de acumulación de sangre causada por el fuerte impacto recibido en la región palpebral... Sufrimiento de tegumentos ... Ha habido rotura de vasos capilares, con su respectiva equimosis, como usted muy bien podrá observar aquí -dijo señalando con el índice de la mano derecha-. Es de esperar que el golpe no haya ocasionado un problema perióstico,... Para estar seguros que no es así le haremos unas radiografías. El muchacho ha debido tener un dolor agudo sobreviniéndole luego el proceso inflamatorio según delata el absceso que ...
- ¿Se curará, doctor?
- ¿Cuántos días dice usted que ocurrió el percance?
- Hará casi una semana,... ¿Cree usted que el bulto desaparezca solo?
- No habiéndose disuelto hasta ahora, lo más probable será que quede algún rezago, algún vestigio, en tal caso para eliminarlo lo mejor sería proceder a efectuar una pequeña intervención quirúrgica, y para ello habrá que ingresarlo en la clínica que...
- ¿Operación quirúrgica?
- Desde luego, señora, es la manera más idónea para este tipo de casos. Antes de operarlo le practicaremos análisis, pruebas, radiografías y cuanto requiera para componer su cuadro etiológico y diagnosticar con precisión ... Le garantizamos que quedará perfecto y se reestablecerá rapidísimo.
- ¡Pero le quedará alguna cicatriz, alguna señal de costura, me imagino, y eso, doctor, no desaparecerá!
- Efectivamente, es como usted lo dice. Le quedará una especie de rasguño, pero lo operaremos de tal manera que éste sea mínimo. La cirugía, apreciada señora, ha alcanzado cotas muy elevadas y, si el paciente lo requiriera, la medicina plástica es una maravilla ... ¡No se preocupe!
- ¿Cuándo aconseja usted, doctor, que haya que internarlo en la clínica?
- A la mayor brevedad, señora. Usted sabe que estos accidentes no permiten dilaciones.
- Déjeme entonces consultarlo con mi esposo.
Para acortar el relato de esta verídica historia no dejaré constancia de la conversación de mis padres, y pasaré directamente a la siguiente jornada que, como acostumbrábamos, fue ir con mi madre de compras al mercado de abastos, primero a la Placita Chica, ésa limítrofe a la de Los Burros, y de allí encaminarnos al Mercado Central del Callao, que en el ambiente lugareño se le conoció siempre como la Plaza Grande.

                               
Para llegar desde mi casa a la Placita Chica atravesábamos Bolivia, tomábamos Moctezuma y bajábamos por ésta hasta ganar la Avenida Dos de Mayo; cruzándola que hubiéramos arribábamos al sitio deseado. Esa mañana, antes de ingresar al mercadillo por la puerta de Moctezuma, nos paramos a conversar con una yerbatera con tapete dispuesto sobre la vereda de ese tramo peatonal, que era una manta de urdimbre serrana, bien provista de ataditos, montoncitos, manojitos, haces y gavillas de diferentes plantas y emolientes. Un hálito de esencias enigmáticas y recónditas difuminábase a su alrededor. Mi madre solía comprarle llantén, culén, manzanilla, coca y demás lenitivos estomacales y digestivos habidos y por haber.
Nuestra andina era fémina gruesa, maciza, lomuda, de baja estatura y tez cobriza; de cara redonda, con un sí es no de borradita por culpa de la viruela. Cobijábase bajo sombrero de fieltro amarronado situado sobre su cúspide cupular, por cuya retaguardia del ala, por el lado de la nuca, sobresalíale moño sólido, estructurado de pelo azabache cuervo, espesísimo. Chal con flecos le cubrían los hombros, y unas polleras multicolores, que parada le llegaban hasta las pantorrillas cubiertas éstas por medias de punto tupido, completaban su atuendo. Los zapatos eran negros, de lengüeta, pasadores y tacón de cinco centímetros.

                                        
A poco que hubimos iniciado la charla, desde la distancia de una braza de donde ella estaba sentada, medio cruzada de piernas, en la otra ribera de su alfombrilla y herbazales, con rápido golpe de ojo, oblicuamente, así como mirándome de pasada o refilón, señalando mi cara con movimiento de quijada le preguntó a mi mamá:
- ¡¿Quí li ha pasadu a tu hijitu?, Cassirachay!
Mi mamá hízole concisa referencia del accidente y de sus resultados. Algo interjeccionó en quechua la mujer para resaltar y dar a entender que había comprendido con claridad lo que en tan sucinta forma escuchara:
- Ti ricumiendu, cassiracha, qui li hagas un implastu de yirbabuinita y piscu, y qui si lu pungas antis di durmir, y si lu dijes tudita la nuchi, machacaditu nomás, mujaditu in pisquitu.
La hierbabuena estaba allí mismo. Tampoco en casa faltó nunca botella o botellas de pisco, con independencia que fueran más de adorno, más para ocupar un lugar en el espacio que para celebraciones ni festejos, por lo mismo que el espacio aborrece el vacío.
Llegada que hubo la noche hiciéronme el cataplasma mojado en pisco destilado en alambiques sanjosecinos de iqueño valle. Con ayuda de gasa colocáronmelo y amarráronmelo sobre el párpado hecatombado en espera del divino milagro. Al despertarme por la mañana y sacármelo éste se había realizado porque la hinchazón era para conjugarla en tiempo pretérito. A la siguiente noche sólo por pura fórmula repitióse el procedimiento. Saltándose convalecencias el precedente resultado sanatorio había sido radical y fulminante.
¡Me había salvado! Ni análisis de sangre, ni radiografías, ni pruebas, ni internamiento en clínica alguna, ni ninguna intervención quirúrgica ni plástica, ni... ni sacaderas de plata en pro de la ciencia.
¿Qué habrá ocurrido con aquel distante discípulo de Hipócrates y de Esculapio arrebozado en su bata profesional nívea, impecable e inmaculada? ... ¿Le seguirá colgando el bruñido estetoscopio del almidonado cuello encorbatado? ... ¿Me buscará todavía con lupa por los rincones de su consultorio o de su clínica? ... ¿Persistirá con sus palabras ininteligibles y jerga latinesca o las habrá reemplazado por curanderiles locuciones quechuocastellanizadas? ... ¿Me esperará con el bisturí en ristre o habrá abandonado su oficio para emular a la yerbatera de bálsamos y emolientes?

Ricardo E. Mateo Durand
Tartu (Estonia), jornada previa a la Noche y Día de San Juan de 2011
(Publicación # 02-2011 en el BLOG “Callao querido” el 30.12.11)
Callao - Perú
                                                                          

lunes, diciembre 26

Narraciones Porteñas - De la esquina de las tres puertas

De la Esquina de las Tres Puertas
Pongo, apreciado lector, a tu examen, curiosidad y opinión algunas de mis historias.
Para que lo que hablamos, ya sea en el ámbito exterior, externo u objetivo, o, por el contrario, en el universo íntimo de mi propio cosmos, o tal vez caos interior, tenga sentido y sea comprendido por quienes me leen o escuchan, determino y designo arbitrariamente un punto firme, una señal estable, un guardacantón identificable. Este guardacantón para mí será el que hubo en el vértice de la Calle Libertad, al frente de mi casa, donde en épocas pretéritas sirvió también para amarrar burros. Designo un punto, repito, geográfico en este caso, para que nos sirva de referencia. Para mí los confines o término o jurisdicción referenciales y arranques de mis historias son la confluencia de las calles de Libertad y Paita, que forman el Chino de las Tres Puertas; el ensanche de ambas, que conocemos con el nombre de Plazuela o Plazoleta de Paita-Libertad, y la casa donde vine al mundo.


Saliendo por la Puerta de Libertad del referido Chino, en la acera de enfrente, justo en la vereda opuesta se halla mi casa natal. La otra puerta, la contraria, da a la Calle o Jirón Paita. El Portón central o frontal comunícase con la tantas veces nombrada y reiterada Plazuela de Paita-Libertad: lugar donde ocurieron infinidad de sucesos, algunos de los cuales, sobre todo de los que fui testigo ocular, dejo constancia en las narraciones que conforman La Columna de Pupo Mateo de esta página vitual Callao Querido Callao Añorado, columna que he subtitulado con el nombre genérico De la Esquina de las Tres Puertas. De aquí, pues, se bifurcan, trifurcan (no trifulcan, cosa tan frecuente en El Callao, sino trifurcan), y multifurcan o plurifurcan o polifurcan los caminos de mi mundo íntimo. A partir de esta casa y de este perímetro inicióse mi derrotero por la vida.


Al hablar de Libertad y de Paita jamás dejo de pensar en Bolivia, Moctezuma, Paraguay, San Martín, Bolivar, Putumayo, Necochea, Castilla, Miller, Constitución, Salaverry, Independencia y demás calles aledañas. Tampoco me olvido de la principal, la Calle Lima, con todas sus bocacalles o uniones, transversales o perpendiculares, paralelas, o sea en El Callao completo. Más todavía: tengo presente Chucuito, La Punta, Santa Marina, Bellavista y todos los restantes distritos del Callao. Si algo se quedara sin mencionar, citar o aludir en las narraciones que ofrezco se debe a la inmensidad y variedad del mundo que nos rodea, a lo inagotable de la vida, a lo breve del tiempo que disponemos para actuar, y a lo imperfecto y frágil de mi capacidad evocadora y memorística, con el agravante, naturalmente, de mis propias limitaciones para poner en el papel todo aquello que existe en mi corazón y en mi cerebro.



Alguna vez haré la biografía de mi casa natal, baste ahora que redunde en la firmación que fue allí donde abrí los ojos a la existencia, y donde aprendí a conocer e interpretar mi yo y mi circunstancia, o mis circunstancias. Las gentes y familias de nuestro Barrio, como entonces, también ahora vibran dentro de mí en cuerpo presente, habiéndome acompañado desde siempre.
Asócianse en mi alma los sonidos, olores y sabores del Callao, todo lo que captan los cinco sentidos que los individuos poseemos, incluyendo el sexto de la intuición, el séptimo del equilibrio, el octavo de la percepción temporal y espacial, y el noveno sentido-instinto de la conservación.
Quiero dejar constancia que mis historias son eso: mis historias.
No son historia sino historias mías, personales, íntimas. No son producto de la investigación de un historiador. No han salido del estudio de documentos confiados a ningún archivo ni museo y, por lo tanto, no se hallan sujetas a los métodos y rigor científicos propios de la historiografía. La fuente de mis historias ya las declaré, y ellas, mis historias, domicilian en mi corazón y en ambos hemisferios y conexiones neuronales de mi cerebro. Así, pues, lo que vierto sobre el papel son los recuerdos más enrraizados en mi alma, mis remembranzas, mis evocaciones, mis memorias, mi epistolario. Son reflejo y expresión de lo experimentado durante mi vida, desde mi ya cada vez más lejana niñez y adolescencia.
Siendo esencialmente como soy individuo ecléctico, heterogéneo y heterodoxo no debe asombrarte ni pasársete inadvertido que algunas veces mis historias parezcan cuentos o memorias, o biografías o artículos periodísticos, o crítica o ensayo, o todo a la vez, o un poco de cada cosa, o quizás algo completamente distinto que ahora no atino a definir.
Al redactar lo que aquí figura, ¡¿cómo no recordar los conciertos marinos de la Mar Brava ni la maravillosa música que cada noche provenía de las sirenas de los barcos que ingresaban o abandonaban el muelle?! ... ¡¿Cómo no evocar los cantos y gritos de las gaviotas del Malecón ni el humo que emergía de los braseros emplazados al lado de afuera de la verja metálica de entrada del Puerto, en el Malecón y Muelle Dársena, entre la Pérgola y el Pacífico, contiguos a las Calles Manco Cápac y Atahuallpa?! ... ¡¿Cómo no revivir las resonancias del chirrido y estridencias de ruedas y frenos sobre los rieles de la Estación del Ferrocarril, acompañados del pito de las locomotoras?! Todo esto, y mucho, muchísimo más me emocionó y sigue haciéndome dichoso con sólo recordarlo.




Hay olores que no se devanecen jamás, como el salobre y yodado de nuestro mar océano. Nos siguen y persiguen siempre. Se mancomunan con nosotros independientemente en qué lugar del mundo estemos.Tampoco aquel otro del guano de las islas, del que hallábanse impregnados el Malecón y la Pérgola, el Muelle y parte del Callao. Por potente y persistente que fuera, aquel tufo de estiércol de aves marinas no era desagradable, como ahora quienes no lo percibieron podrían pensar, sino más bien grato, o al menos tolerable por su naturalidad, aunque mi afirmación haga creer que estoy exagerando. Recuerdo cuando rodaba el tren rumbo a Chucuito, a un destino indeterminado para mí, llevándose el abono; circulaba entre el Malecón y la antigua Capitanía del Puerto, dejando estela de fragancia isleña.
¿Por qué el título De la Esquina? ... Tanto como me acuerdo, fue tradicional costumbre chalaca la asamblea de ociosos que pasaban las horas muertas en una u otra esquina de nuestro barrio. Las había cruzando la calle, a cinco metros de mi balcón, o en la intercepción de Libertad y Bolivia, o en la de Libertad y Necochea, o en la de Libertad y Miller, allí donde quedaba la tienda de Tonchi y el Restaurante Tokyo. Allí contaban los vagos sus andanzas y peripecias, quizás también sus desventuras, y, seguramente, empleaban el tiempo para formular planes futuros. No todos eran desarrapados, no puedo decir que hubiera rotosos. Había gentes de indumentaria limpia, incluso atildada, con camisas de colores tropicales, con ternos blancos y zapatos de dos colores, según la moda y elegancia de la época, luciendo esclavas y relojes de oro en no pocos casos. Algunos poseían experiencia tanto en centros vacacionales de reconocido prestigio como en academias superiores de comprobada fama tipo Alipio Ponce, carceleta de la Prefectura, Penintenciaría de Lima o en la isla de El Frontón. Dedicábanse, pues, a las profesiones liberales circunscritas a la actividad de levantar registro catastral de la propiedad ajena para proceder incontinenti a la repartición de la misma. Queda dicho que allí funcionaba parlamento de gente correcta, proba, y de gente no tan correcta ni tan proba. En ocasiones el suelo era tapete verde de mesa de casino donde rodaban hexaedros amarfilados y numerados, siempre con alguien de campana por si aparecía la policía. El lugar más concurrido, la esquina más participativa, la vereda más aplanada y tertulia más frecuentada era precisamente la de enfrente de mi casa, en la parte ancha del portón frontal de El Chino de las Tres Puertas, venerable cabildo, cuyo murmullo de deliberaciones llegaba hasta el segundo piso donde yo vivía.

Para no alargar este exordio permítanme inaugurar La Columna de Pupo y De la Esquina de las Tres Puertas con un personaje muy querido y cercano para mí, como fue César Negreiros Canseco, de cuyo genio y figura brevemente paso a relatar a continuación.
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu
Estonia
Cuarto Domingo de Adviento de 2011.

CESITAR
¡Fue todo un perro!
Su biografía relacionada con nuestra familia se remonta al domingo 20 de mayo de 1956 cuando sin despuntar aún el día sonó el teléfono y al otro lado de la línea escuchamos la voz de mi tía Yolanda:
- ¿Sí?
- Los llamo para decirles que hace un rato, yendo a la panadería encontré deambulando un perrito, ... ¿Lo quieren ustedes? En este momento no me acuerdo si es blanco o negrito o ambos, ... pero ...
- ¡Sí, tía Yolanda: lo queremos! manifestamos nosotros sin dar posibilidad a ningún retroceso ni claudicación. 

Y César se convirtió sin burocracia ni papeleos en el sexto miembro de la familia, que por esas semanas, muy poco después aumentó a siete cuando mi hermano Lucho rescató de una lata de basura a la pequeña Mary July, de la estirpe y linaje de los Rabolongo. Mary July de Rabolongo – algún día contaremos su itinerario vital –, tomó sobre sus lomos y espaldas la misión de iniciar en subyugantes artes amatorias a varias generaciones de gatos techeros de los alrededores. Pero volvamos a César.



Midiéndolo desde el suelo hasta la cúspide de la cabeza, pasando por su cruz en lo negro del espinazo, era éste un perruco de no más de 40 centímetros de alzada. Su perruquera personalidad destacaba lo blanco de la mitad de su cara, color que repetíase en las puntas de sus orejas, del pecho y de los remates de las patas y rabo. Todo lo demás era atezado, renegrido, africanista de la Siberia del Callao. Parecía nacido de chaqué, engalanado de levita para la interminable fiesta de la vida. Su pelambrera era prieta, ceñida, ajustada y dura. Su fisonomía reflejaba natural perspicacia y espabilamiento, como que era avispado y versado nato en muchas clases de fulleras estratagemas. El apelativo, César, fue asentado en el Certificado de Nacimiento en alusión al hijo del General de División, Presidente de facto de la República por aquel entonces. Sus apellidos, Negreiros, a su condición pigmentaria oscura y, Canseco, porque según mi padre, no pasaba de perro enjuto, desecado, o can seco. Así, recapitulo, su nombre completo en la vida civil, con el que transitó por la historia canina para eterna memoria, fue el de César Negreiros Canseco. Un dato más: yo lo reputaba un pura sangre de dogo francés, pero mi padre decía que simplemente se trataba de mestizaje o engendro de rata con cucaracha. Hecho el boceto o semblanza del personaje vayamos ahora a la exposición de algunas de sus hazañas.

***

 
Mi padre solía levantarse temprano y gustaba preparar el café filtrándolo gota a gota en esas antiquísimas cafeteras de metal plomizo opaco, y tomarlo con leche comiendo pan caliente, recién salido del horno. Para conseguírselo también yo me despertaba y levantaba temprano, y salía en compañía de César en direción a la calle Miller, a la Panadería y Pastería Leticia, cuya dueña era señora anciana que atendía su negocio. Nunca supe si el nombre de Leticia que exhibía la empresa panificadora debíase a ella o a su sobrina, joven de unos 25 años, tan hacendosa y simpática en el trato como la tía.
Cuando César y yo llegábamos veíamos en la trastienda los hornos al máximo de ignición, y luego las tablas donde colocaban los panes recién sacados de aquellas concavidades incandescentes. Por lo general había los llamados de agua y de manteca, los toletes y chancays además de otras formas y denominaciones. Al pan de agua se le llamaba pan de agua, y no pan francés, como ahora se estila con elegante ignorancia.Tampoco en las vitrinas, bajo el mostrador, faltaban budines, cocadas, camotillos y frejol colado; bizcochos, bizcochuelos, buñuelos y alfajores, y varias delicias similares. Para Fiestas Patrias y Navidad la Panadería y Pastelería Leticia preparaba excelentes panetones o panes dulce, que obsequiaba con ellos a sus clientes, quizás no a todos pero sí a muchos, sin faltar nosotros, que siempre fuimos asiduos consumidores de sus sabores. 
Entregados los panes a mi padre quedaba yo en libertad de volverme a la cama y dormir otro poco antes del desayuno y del colegio, o de nuevo salir a la calle.Yo prefería lo último, ello porque siempre las calles oscuras, con las aún lóbregas sombras del amanecer, y además solitarias, ejercieron en mí una fascinación que no ha desaparecido con los años. Cesitar me secundaba. Me esperaba junto a la puerta, y ambos, en tinieblas o casi a oscuras ya fuera por la luz mortecina de los faroles, o porque ante la inmediata aurora a modo de ahorro apagaban los focos de alumbrado público, caminábamos hasta tomar nuevamente Miller y doblar hacia La Matriz y de allí al Malecón o, en su defecto, vía Paita, Necochea, Constitución, Plaza Grau o Manco Cápac, hasta nuestro destino final: El Malecón y Muelle Dársena.





A tales horas El Malecón se hallaba desierto, sin alma viviente alguna. Quizás en la puerta de la Capitanía del Puerto, cuando aún existía La Pérgola, adormilonaba algún guardia marina de agua dulce, tan enfardelado, tan embufandado, tan escondido que no se le veía. Algunas gaviotas mañaneras empezaban a remontar vuelo y, si descubrían pescado, también a cantar y zambullirse. Cesitar y yo nos acercábamos a las balaustradas y nos quedábamos contemplando el mar y el cielo, respirando las salobres brisas del Pacífico, observando y gozándonos de la maestría de los blancos pájaros que desde lo alto tirábanse a pico clavado dando justo donde buceaba la avizorada anchoveta, que no tenía escapatoria. Emergían con el pez atravesado en la punta del mismo. Apuntaban con él al cielo y se lo engullían, descubriendo nosotros cómo deslizábasele por el gaznate hasta el buche. Poco después, hacia el oriente el cielo empezaba a teñirse de rosado y aparecían los primeros albores del nuevo día, los prístinos rayos de Sol que alumbrarban la jornada, o difuminada luz si el firmamento hallábase cubierto de nubes. Cada mañana era diferente, distinta de la anterior. Si viviéramos eternamente Cesitar y yo seguiríamos todavía apoyándonos contra el balaustre, de codos sobre el antepecho, atisbándolo todo sin perdernos nada, dichosos de haber nacido donde nacimos, contentos de vivir donde vivimos, orgullosos de nuestra chalaquidad, felices con cada amanecer, alegres con cada madrugada, allí, contra el barandal del Malecón, o acodados donde los enamorados sentaban de noche a sus enamoradas para acariciarlas. Cesitar y yo acariciábamos la mar, las brisas, la humedad, el relente marino, las gaviotas y sus gritos, las armonías nacidas del interior de las aves guaneras, la cadencia y musicalidad de las aguas.

***
 
Dije que poco después que César se convirtiera en el sexto miembro de la familia llegó Mary July de Rabolongo, que fue la séptima. Llegó escuálida, desnutrida, raquítica, anémica y consumida. Era sólo rabo y bigotes. La alimentación que se le prodigó le devolvieron pronto la salud, si es que con anterioridad alguna vez la tuvo. A los pocos meses se convirtió en gata hermosa, de insaciable e impetuosísima potencia reproductiva, por lo que no transcurrió demasiado cuando notamos su primera gravidez. A ésa siguió otra y otra, tantas que en los años que vivió fueron incontables. Mary July, ya de edad avanzada falleció, naturalmente de parto. Los gatos de los alrededores guardaron luto por siete días.
Le habíamos designado un cajón más o menos espacioso que le servía de lecho de maternidad, adonde acogíase ella cuando sentía la vecindad del alumbramiento. No recuerdo que Mary July estuviera sola cuando llegaba el momento de parir: indefectiblemente acompañábala César asistiéndola en sus trajines. Jamás Mary July desaprobó ni rechazó tan desinteresada adhesión. Independientemente de cuántos nacieran César fungía de partero auxiliándola con los cachorritos, a quienes lamía y desembarazaba de los últimos retrazos de placenta. César cuidaba de los sobrinos cuando la madre salía para comer. Cesitar y Mary July por costumbre reposaban dentro del cajón-lecho durmiendo con los gatitos.
Mi casa natal tenía un patio interior descubierto, que era punto central entre la cocina, el comedor y el baño. Era aquí donde desde la mañana hasta mediodía el Sol alumbraba y calentaba, y donde un morro informe, montículo o conglomerado imprecisos de patas, pelos, rabos, orejas y hocicos – Cesitar, Mary July y varios de sus hijos de diferentes camadas – acostumbraban yacer. Pasado el mediodía el Sol entraba a raudales por los ventanales del cuarto que daba a la calle, que fue en el que nací, en que vi la luz y aspiré el primer hálito de aire, aliento de espíritu de vida, habitación y ventanas que se hallaban mirando hacia el nordoccidente. A golpe de la una de la tarde la duna perrogatuna levantábase en masa y aterrizaba frente a los ventanales, para seguir beneficiándose de los rayos ínticos.
Cuando no íbamos juntos a comprar el pan era César quien inauguraba el día saliendo para impostergables e indelegables apremios. Le abríamos la puerta y orondo marchábase adonde su destino lo llevara. Fue conocidísimo en todo El Callao. Hecho humo éste cuando tocaba calle, los domingos hacíamos nosotros otro tanto, pero no para las contingencias cesarianas sino para irnos a La Matriz. Como buenos cristianos católicos cumplidores de preceptos, la misa resultaba inedudible. Solíamos oir la primera de todas, aquélla en que el cura, soñoliento, decíala con celeridad y diligencia extraordinarias, pensando en el desayuno que lo esperaba después del oficio religioso, cuya fragancia seguro ascendía hasta su estrado despertándole el apetito incluso a la misma hostia consagrada.

***

Cierta fecha dominical llegado que hubimos a La Matriz, siempre vigilante para que César no nos siguiera, ingresamos en el templo. Nos equivocamos no obstante. A pesar de nuestro celo, orientado por su fino olfato César persiguiónos husmeando en el aire nuestro rastro, olisqueándose nuestro rumbo y objetivo. Posesionóse al lado de afuera de la puerta vaivén que permitía el ingreso en el sacro ambiente. Esperó paciente. Algún dormilón de la grey ingresó tardío, suceso que César aprovechó para colarse. Una vez adentro, sin persignarse siquiera, irreverentemente pasó revista a los circunstantes; nos vio de reojo y tomó nota, pero discreto como era no se nos acercó. El cura, inspiradísimo a pesar de todo, desde lo alto del púlpito referíase a paraísos, a fantásticos edenes, a avernos tenebrosos, a aterradores infiernos, a purgatorios y limbos. Daba gusto escuchar perorata de tan exhuberante imaginación.



Acercóse César a los dos confesionarios y reclinatorios que había en los extremos del santo recinto, no para testimoniar flaquezas morales ni deslices íntimos, ni para invocar súplica ni solicitar confesión sino para irrigarlos profusamente con líquido cargado de ácido úrico, dando como resultado el consiguiente nerviosismo del párroco. Nos hablaba éste con los dos brazos en alto:
-Hijos míos, pensad en lo nefasto del pecado, ... Pensad en lo funesto de las transgresiones, sobre todo las repugnantes, las inmundas, las nauseabundas de la carne,... Imagináos un cuerpo joven, femenino, maravillosamente torneado por la Naturaleza, terso y aterciopelado de senos turgentes, atractivamente irresistible, y sabréis lo que son las ansias irrefrenables de la sexualidad. Libraos de la trampa de la intimidad. No olvidéis que el diablo se refocila y regodea tentándonos, provocándonos, induciéndonos y exitándonos; rememorad el refrán aquel que enseña que entre santa y santo pared de calicanto ... ¡¿de quién es ese perro?!
La ecclesía o asamblea dirigió la mirada adonde César miccionaba, y permaneció muda, sobre todo nosotros: ni siquiera nos mirábamos; casi ni respirábamos. Impertérrito César continuaba sus ocupaciones evacuatorias. El sacerdote, sin quitarle ojo, y siempre con los brazos levantados, como si alguien lo amenazara con bazooka e intentara arrebatarle la cartera del bolsillo, rebosante de limosnas, reanudó su alocución:
-La carne es frágil, es débil, ... El hombre, queridos hermanos, queridas hermanas, debería escudarse y protegerse ante los embates e instigaciones del demonio, que acomete con los encantos, con las seducciones, con los halagos de lo que el sexto Mandamiento prohibe, ... Porque, hijos míos, ...
Por lo visto César era agnóstico, escéptico, descreido, librepensador. Proseguía sin hacer caso a las intimidaciones sacerdotales ni a las amenazas del maléfico reino del anticristo.
-Porque hijos míos – continuaba el clérigo –, mirad cómo Mefistófeles, Belial, Lucifer, Adramelech, Amduscas, Amodeus, Satanás y demás miembros del clan infernal nos acechan para ...
Mientras tanto César, con aplomo, sin consagración, sin tonsura ni teologías había ganado las gradas del altar mayor y ahora junto al ara alzaba las patas traseras para humedecer el mantel blanco de largos flecos que deslizábase desde lo alto de la mesa sacrificial.
Carajjj... Caramba: Echad de aquí inmediatamente a ese perro de mierrr, ese perro condenado ... Arrojadlo, hermanos, como lo hubieran arrojado también del Paraíso, porque me va a jjjo... a malograr todo el altar y el tabernáculo! ... Míradlo cómo mea: ¡si parece el Diluvio Universal! ... Por los Clavos de Cristo: ¡Espantadlo, abridle la puerta y que se largue!

***
 
Había en la casa natal del Callao un inmueble vecino de planta alta, concretamente el de numeración 676, donde por muchísimos años vivió la familia de apellido Infante. Cuando los Infante se mudaron en su lugar varias parejas de escasos recursos económicos ocuparon la finca, y alguien de la nueva variopinta comunidad trajo una perra joven, pornográfica y desprejuiciada que tresdoblaba en tamaño a Cesitar.


En tiempos de plenilunio perruno, en épocas explosivas de apetitos y exitaciones libidinosas caninas todos los cuadrúpedos de Libertad, de varias cuadras a la redonda, y hasta de Chacaritas, Puerto Nuevo y Barracones se daban cita al lado de nuestra casa, y era para volvernos locos el concierto diurno y vespertino, y serenata nocturna y auroral con que nos gratificaban.
Habiendo optado los dueños del animal por trancar la puerta de calle, los canes más grandes, forzudos y poderosos diéronse a la paciente y placentera tarea de arañar, mordisquear, carcomer y roer el portón por su base. Tan empeñados estuvieron y tanto perseveraron en el negocio que no pasó mucho en que lograron respetable forado que, sin embargo, no alcanzaba para dejarles paso libre a los más voluminosos héroes del trabajo. Por su parte, César limitose a sentarse y filosofar estoicamente llevando cuenta del avance de la obra.
Hubo un instante en que los corpulentos y hercúleos jáuricos, cansados sin duda por la faena, dejaron posiciones optando por reparador recreo, lo que aprovechó César para reptar y filtrarse por el hueco, completando la primera fase de su propósito. La segunda se dirigía a contactar directamente con la libérrima perra que, como indicamos, lo triplicaba en estatura. Siempre industrioso, César la puso en el suelo, sobre el primer nivel, y él, subiéndose al cuarto peldaño de las escaleras se llevó la palma que el destino otorga a los sabios obstinados, lo que nos enseña que, como en el mundo humano, también en el canino nadie sabe para quién trabaja ni tampoco quién ordeña la vaca que otro mantiene.

***

A la vuelta de mi casa, en la Calle o Jirón Paita, vivían dos ancianas venerables. Bajita la una y la otra, alta. La pequeñita era circular de cuerpo como redonda de cara y anteojos. Serranita blanca del Callao. Era dueña de imborrable y tierna sonrisa. Todo en ella era bondad, dulzura y cordialidad. Se pasaba los días en el vano y alféizar de su ventana, con hilos y agujas, con el bastidor y el dedal atenta a sus labores, zurcidos, encajes y bordados. Un chal negro de trencillas le cubría los hombros, y unos faldones casi hasta el tobillo, las piernas.

 
Moradora de la misma vivienda era la otra señora, enérgica, alta y corpulenta. También dueña de anteojos claros y redondos. También cordial y afable. También munida de chal con flecos cubridor de hombros y con faldón largo. Ésta era blanca, de ascendencia europea, de apellido germano que empezaba con la letra F. Cuando sucesivamente su marido e hijo murieron por excesos etílicos la señora F. vio llegado el momento para dedicarse a tiempo completo al cuidado y protección de los que la gente cree irracionales. No hubo mañana en que la señora F. o su compañera pequeñita dejaran de echar agua y barrer la puerta de su casa sobre la respectiva parte de vereda que les correspondía. Ambas damas amaban a los animales. Perros y gatos, para envidia de San Martín de Porras, coexistían pacíficamente en su hogar entregándoles el cariño que les falta a muchos niños de nuestro mundo.
Ambas eran de palabra suave, de conversación pausada. Ambas, condescendientes, permisivas, tolerantes, salvo, claro, que vieran aparecer a los de la perrera. Todo era presentarse el camión del Concejo cuando los perros ladrando angustiados pasábanse la voz del peligro, que llegaba a oídos de las dos venerables señoras, saliendo éstas de donde estuvieran para increpar a los servidores municipales:
-¡Malditos! ... ¡Cómo no se mueren, desgraciados! ... ¡Hijos de puta! ... ¡Conchas de su madre! ... ¡Mierdas tenían que ser todos ustedes! gritábanles desaforadas las honorables damas, blandiendo cada una por los aires su respectiva escoba o recogedor, o ambos objetos a la vez, demostrando con ello su excelencia chalaca, su meritoria, fehaciente e irrefutable condición de hijas del Callao.
Por lo general éstos, los de la perrera, pasaban de largo sin provecho ni beneficio, tampoco sin hacerle caso a las maldiciones de las dos dignas señoras. Iban con los rostros cubiertos por pañuelos o trapos, como asaltantes, como si en sus planes inmediatos estuviera la irrupción y atraco a un banco, como si jugaran una convoyada de pistoleros y de sheriffs. La herramienta, si así podemos llamar al instrumento con que le echaban el guante a los perros, era un mástil largo, grueso, que en uno de sus extremos sujetaba un aro o bastidor de metal al que iban cocidos los bordes de un bolsón de lona, alforjón de alrededor de un metro de diámetro y otro tanto de profundidad, que dejaban caer sobre el perro elegido, impidiéndole toda fuga. Hecho ésto lo alzaban y tiraban sin miramiento dentro de la jaula, que ocupaba la carga del camión, y cerraban la puerta. Por lo general echábanles su trampa a los no vagabundos, a los perros de secundaria completa y buena presencia, a los más limpiecitos y aseados, a domiciliados y domésticos chuchos de familia, a los que llevaban collar con placa, con el distintivo de estar vacunados, que después ellos mismos arranchaban y tiraban para argumentar desvalimiento o abandono que no existía. Era a los que denotaban poseer dueño, circunstancia que los perreros tenían muy en cuenta para el cobro del rescate. Si los amos resultaban pobres de solemnidad, de escasos recursos, de una sola comida diaria, las dos señoras del Jirón Paita encabezaban un colecta para librarlos de la muerte a palazos. La ejecución perreril se verificaba metiéndolos en un costal y moliéndolos a estacazos como si de cosas inanimadas se tratara, que era método humanitario con que el Ayuntamiento liquidaba a los que calificaba de vagabundos, aunque, repetimos, lucieran collar y chapa de registro y vacuna inmunitarios de perros con dueño.

Nuestro César fue unas tres o cuatro veces víctima de tamaño atropello. No bien lo cargaban cuando ya sabíamos la desgracia y, ¡a romper alcancías!
Objetivo próximo inmediato: llegar a los depósitos de la perrera, que por aquel entonces ubicábanse cercanos a los bares y prostíbulos de la Calle Manco Cápac, no muy lejos del desaparecido Hospital Guadalupe. Qué experiencia pasar al patio, donde en prisiones tugurizadas, en celduchas acuchitriladas, como las de los humanos, separadas por telas metálicas, los perros ansiosos, aullando y ululando veían llegar a los dueños. Ladraban, alborotaban al unísono aguijoneados de expectativa y angustia. Se callaban y quedaba sólo uno de ellos con sus ladridos y batido de rabo por haber reconocido al amo. Todo esto sucedía y repetíase ininterrumpidamente, sin cortes ni capítulos.
Pagábamos los 20 soles primero, venticinco después, y treinta o más por último, según el costo de vida fuera aumentando, según la moneda se fuera devaluando, y salíamos con nuestro perro vivo, con nuestro César medianamente sano, no demasiado maltrecho, sin huesos rotos, momentáneamente estresado pero sin grandes golpes ni contusiones, libre esta vez del corralón. Así hasta la próxima.

***
Estamos ya en la Urbanización Mi Refugio, entre la de San José y San Joaquín. En aquel tiempo Silvia y yo habíamos hecho amistad. Silvia vivía en la cuadra paralela de mi casa. Iba frecuentemente a verla y a conversar con ella. Cierta vez me enseñó una perrita de raza que sus padres le habían regalado por cumpleaños: blanquita, de pelos largos, sedosos, tersos y ensortijados. Ladraba delicadamente como verdadera señorita. No la dejaban salir para que no alternara con los perros callejeros, chuscos, de raza indefinida. Era la engreida de la familia. En tamaño casi la mitad de César.
Recuerdo que en cierta oportunidad, repitiendo mis más o menos habituales visitas, fui donde Silvia y nos paramos en la puerta domiciliaria a departir acerca de los sucesos de la jornada. Era noche de verano y el ambiente sentíase más que templado. No nos percatamos que Cesitar se deslizó en la vivienda. Me despedí a la media hora, y como si me hubiera escuchado, contentísimo apareció el taimado de César, y nos fuimos.
No sé ni cuántas semanas o meses transcurrieron cuando una buena mañana Silvia me llamó. Tomé el teléfono. Estaba sofocada, acalorada, sin aliento. La preñez de la perra había sido una incógnita, un emigma, un rompecabezas. Tenía yo que ir a ver la bellaquería de César ...
-¿Perrada? ... ¿Qué perrada puede haber hecho César si está aquí conmigo? ... Dime de qué se trata, Silvia.
-Se trata, como te dije, de César: ¡preñó y le ha hecho crías a mi perra!
-¡Imposible! ... ¿En qué momento? César es educadísimo ... ¡No sería capaz de algo parecido!
-No hay posibilidad de error, Pupo ... ¡Los cachorros son la viva imagen de tu perro!
-¿No habrá equivocación, Silvia? ¿No le estarán levantando falsos testimonios y achacándole una paternidad de la que él no es responsable?
A continuación invoqué el Código Napoleónico referente a que el hijo tiene por padre al marido legal de su madre y ...
-¡Tienes que venir! me dijo Silvia en tono que no admitía discusión ni argumentaciones leguleyas.
Cuando me presenté y me hicieron pasar, efectivamente, los cinco cachorros eran igualitos al mío, a César Negreiros Canseco, sólo que en pequeñito. De la madre no habían sacado ni el pelaje. Todos vinieron al mundo de chaqué, engalanados de levita, dispuestos para la interminable fiesta de la vida.

***
 
Fue mayo del 1966, por los días en que cumpliera su décimo aniversario natalicio cuando algún enemigo del género canino, de César, o de nosotros, le dio bocado.
Cesitar había salido a sus acostumbrados paseos por la urbanización. Habíamoslo visto darse vueltas por el parque, perseguir a las palomas y kukulíes, a las santarrositas y gorriones que se posaban para comer. Lo habíamos visto corretear jubiloso en busca de sus congéneres, acercarse a las matas y a las flores con intención de regarlas y abonarlas. Al rato salimos y lo divisamos echadito sobre la hierba. Duerme, pensamos. Transcurrió un rato más y lo vimos en la misma postura. Nos pareció extraño teniendo en cuenta cuán ágil, emprendedor y dinámico de naturaleza era él. Nos acercamos. César estaba con los ojos abiertos, sin pestañar, sin parpadeo alguno. Una mirada perdida, inexplicable, como atisbando al infinito, a lo absoluto, a lo ilimitado, a lo inabarcable, a lo inescrutable habíase adueñado de sus pupilas. Tenía entreabierto el hociquito y la lengua afuera, morada ya. Lo llamamos. Lo zamaqueamos. Lo sacudimos. Nada. Nada lo hizo salir de su sueño, de su perpetuo sopor, que nos dejó con pena y vacío duraderos:
-¿Son también inmortales y premiados con eterna gloria, Cesitar, querido perrito mío, las almas de los animalitos buenos tú?
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu – Estonia


SOLSTICIO DE VERANO AUSTRAL O DICIEMBRE CHALACO
El mundo va al revés: lo que para unos resulta bueno para otros no lo es.
Diciembre significa el duodécimo y postrero mes del año de nuestro ámbito cultural. Concluye el día 31 cuando los relojes marcan las doce campanadas dando con ello inicio al nuevo día y al nuevo año. Recuerdo que el mundo, erróneamente, el 31 de diciembre del 1999 despidió el siglo XX y el Segundo Milenio de nuestra era, siendo que debió hacerlo un año después: el 31 de diciembre del 2000. Así, de manera inexacta celebró el 01 de enero del 2000 el primer día del nuevo siglo XXl y del Tercer Milenio, cuando, repito, lo correcto imponía celebrarlos el 01 de enero del 2001. El 01 de enero de 2001, primer día del siglo XXl y del Tercer Milenio pasó inadvertido, injustamente sin pena ni gloria.
Hay pueblos para quienes el período anual finaliza con la llegada del equinoccio de primavera boreal (20-21.03), así como otros, con el arribo del equinoccio de otoño septentrional (22-23.09). Para la iglesia católica y otras comunidades cristianas, el año eclesial comienza con el Primer Domingo de Adviento.
Si nos ciñéramos unicamente a las realidades celestes, para los de nuestra cultura el cambio anual accedería con el solsticio de invierno del hemisferio norte. A partir de este instante el Sol llega a su mínima expresión o altura en el trópico de Cáncer, lo que se verifica el 21-22 de diciembre. La inmovilidad relativa solar en el horizonte se extiende hasta el 24 de diciembre que, lenta y paulatinamente reinicia su retorno o escalamiento por los espacios siderales en dirección al cenit, lográndolo el 20-21 de junio. Hablo, repito, del hemisferio norte. Esta fecha, 24 de diciembre, fecha y acontecimiento astronómicos eran especialmente esperados por los pueblos de la antigüedad, por los paganos letrados e iletrados –como ocurre ahora-, que veían en ellos el nacer o renacer de sus divinidades. Pero bajemos de los espacios siderales y regresemos al empedrado del Barrio de Paita-Libertad.
Las mañanas diciembristas en El Callao amanecían más temprano. El Astro Rey templaba el ambiente ante el que se volatilizaba la poca niebla que pudiera haber, si es que había alguna. La luz de nuestra estrella, desde las 06.00 alumbraba los techos, algunos de los cuales lucían sus folklóricos gallineros, como el que había sobre el del Chino de la Tres Puertas, propiedad de don Humberto Maggioncalda. Los gallinazos, perpetuos soñolientos, pesadamente alzaban vuelo, posábanse y reposaban en sus emplazamientos en lo alto de la cruz de la Capillita de Guadalupe de la Calle Bolivar, casi para llegar a la de Sucre, o en los extremos de las desbanderadas astas diseminadas por aquí y por allá, desde donde oteaban posibles roedores o félidos difuntos. Los gatos dejaban de ser pardos nocturnos para readquirir sus respectivos colores diurnos. La actividad social, chismográfica y económica retomaba su acostumbrado ímpetu sobre el adoquinado paitaliberteño de nuestra jurisdicción.
Llegado que hubiera diciembre, aparte de los exámenes finales, que era la cara desagradable del mes, en lo doméstico teníamos la tarea, grata por cierto, de sembrar los triguitos y maicitos para el infaltable Nacimiento. Era todo un placer encontrar recipientes apropiados donde poner los granos, echarles el agua necesaria y observar cómo germinaban, brotaban y alargábanse tallos con el correr de las jornadas. Aparte, sacar del desván o de arriba del ropero la caja con los personajes del misterio; desempolvar al Niñito Jesús, a la Virgen María y a San José, a los pastorcitos, ovejas, vaquitas, borricos y demás componentes de lo que en el Perú se dice Nacimiento y en otras latitudes, Belén.
Nunca faltaba algún santo medio descalabrado, medio roto o mutilado, medio lisiado, averiadito y contuso, lo que se subsanaba llevándolo a la clínica de muñecas que quedaba en la Calle Miller, al costado de la Panadería y Pastelería Leticia, entre ésta y las funerarias de Rodríguez y de Gallardo, donde lo dejaban como nuevo, reluciente, rebosante de salud, como alimentadito con quinua, apto para ser puesto en escena.
Cumpliendo tareas colaterales, nos conseguíamos papel marrón del grueso, que nos proporcionaban bolsas grandes de azúcar, que servirían para la fabricación de la cueva y hábitat de los personajes. En la Ferretería de don Tomás y don Marcos, la que hacía esquina de Libertad con Castilla, comprábamos tierra de colores que, disueltas en líquido elemento, servían para pintarlos dándoles el tono correspondiente a los cerritos, colinas y collados de nuestra Tierra Santa chalaca. Una especie de waipe de hilachas color verde valía perfectamente para musgo, helecho y demás vegetación, con los que embellecíamos los montículos, las lomas y los oteros de nuestro Nacimiento casero. Luego, iluminábamoslo todo con esas bombitas de luces alternas, intermitentes, de rojos, amarillos y verdes intensos.
Todo esto ocurría en casa, puertas adentro. Simultáneamente, afuera, en la calle se llevaban a cabo preparativos especiales.
Era costumbre por aquella época, no sabría decirlo si en todo El Callao, pero sí en la Calle Lima y, sin faltar también en Libertad y en la Plazoleta de Paita-Libertad, extender bombitas de colores de pared a pared. Para tal efecto, obreros del Concejo se daban a tan delicada y frágil actividad. Iban con sus escaleras de tijeras o con escalas para apoyar en los muros y trepar por ellas y ellos, o pedían consentimiento a los dueños de las viviendas de segundo piso para desde los balcones llevar su tarea a feliz término. Recuerdo sólo a uno, cuyo nombre era como el mío, Ricardo, hijo de la señora de F., a quien vimos increpando dura y merecidamente cuando los de la perrera realizaban sus razzias recolectoras de perros con dueño por nuestro barrio. Ricardo F. subió en cierta ocasión a nuestra vivienda, se sentó en la baranda de mi balcón y desde allí estiró cuerpo y brazos para meter un clavo en la fachada de la casa con el que sujetar las bombitas de luz eléctrica. Para carnavales se repetía lo de las bombitas con el agregado de cadenetas de papel cometa de colores.
El Plato Fuerte, digámoslo así, lo hacían los señores don Óscar Ponce de León Salazar (30.08.1885-05.02.1964) y su hijo, don Óscar Ponce de León Whitehead (08.01.1922-22.07.1993), quienes ornaban el Mirador de su casa de Paita -el viejo Callao estaba cuajado de maravillosos miradores desde donde los moradores observaban los movimientos náuticos-, adornaban, repito, el de su casa de Paita, justo en medio de la Plazoleta, aderezándolo con una caja preparada ex professo donde luego de una semana después de Navidad, para despedida del Año Viejo era encendida con el número del Año Nuevo. Recuerdo 1953 o 1954 para adelante, hasta que me mudé del barrio en mayo de 1965.


A modo de dato interesante, dejamos constancia que fue el mismísimo don Ricardo Palma Soriano (07.021833-06.10.1919), autor de Las Tradiciones Peruanas, el padrino de bautismo del señor don Óscar Ponce de León Salazar (1885-1964).
Montados los ingenios eléctricos, como por arte de magia el Mirador poncedeleoneño se repletaba de flores, palmas y demás vegetación, como si el Jardín del Edén del Primer Libro del Pentateuco hubiera aterrizado en nuestro Barrio. Tan vistoso quedaba todo que daba la impresión de habernos llegado algún oasis desde los cielos, o encontrado un palmeral o vergel caminando por desiertos arábigos o saharianos, que no eran otros que las calles de Bolivia, Putumayo, Necochea, Castilla o cualquiera de los alrededores, por entonces más seguras de lo que en nuestros actuales tiempos son.
El pavo o la gallina, plumífero o lo que fuere del banquete pascual consumíase a medianoche del 24 para el 25 de diciembre. En Nochebuena, cuando no bien sonaban las doce campanadas de la Iglesia Matriz y de la Iglesia de Santa Rosa, que contaba esta última con sistema electrónico, que todos escuchábamos, encendíanse las luces miradoreñas y, desde el mismo Mirador y de la azotea poncedeleoncinas caían sartas de cohetones que ambos Óscares compraban, más que por sartas o cajones, por contenedores o toneladas. Todo era jolgorio, algarabía, ruido, gritería, parranda, como bien correspondía al pueblo chalaco, que siempre fue bullicioso y bullanguero. Para los menos secularizados y de gustos terrenales, estaban las Misas de Gallo de la Matriz, de la Santa Rosa, del Templo Faro, o de la Iglesia de Chucuito o de la de La Punta, por nombrar sólo algunas.
Para mí la Nochebuena y los huaycos o diluvio de cohetones oscareños revestían un interés singular y siempre inédito. Por muy tarde que me acostara siempre fui madrugador. Así, tempranito del día 25 me levantaba y salía a la calle. Flotaba en el ambiente una capa espesa de humo con el característico olor a pólvora quemada. La humareda era tan densa que había previamente que afinar ojos y narices cuando uno se zambullía en ella. Sobre el empedrado de la Plazoleta había gran cantidad de cartón carbonizado, a modo de papel picado, y no pocos, más bien bastantes, muchísimos cohetones sin reventar, de los que me apropiaba como regalo del Niño Dios, porque preciso es decirlo, en aquellos tiempo era el Niño Dios o Niño Jesús quien nos traía los regalos. Fue por los años sesenta cuando el Niño Jesús fue dado de baja, tachado del escalafón, eliminado de la jerarquía popular, desplazado y reemplazado por Papá Noel, el Santa Claus que nos vino de Europa a través de los Estados Unidos, y que nosotros de alguna manera acriollamos, papanoalizamos.
Imagínense las celebraciones que en la misma Plazoleta se festejaban para carnaval, con carrera de encostalados, palos ensebados; con árbol plantado en medio de la misma, del que colgaban ollas de barro repletas más de arena que de sorpresas. Al final, clausurábanse las celebraciones quemando a Ño Carnavalón en una fogata que en medio de la Plazuela se encendía para tal efecto. Una vez, recuerdo, hubo que impedir que se tirara allí la Loca Zulema, famosa demente que deambulaba por los alrededores, quien a gritos pedía que no incineraran a su marido. Pero esta es otra historia.
El espíritu de ambos Óscares perdura, permanece en nuestro Barrio de Paita-Libertad, mantiénese en el recuerdo de quienes lo disfrutamos. Andando el tiempo, estamos seguros, renacerá, retornará a su portentoso Mirador, a sus fascinantes luces de colores, a sus inmarcesibles jardines colgantes, a sus sutiles rosaledas y palmares aéreos de nuestro viejo Barrio porteño... ¡Amén!
Hablemos ahora del Nacimiento que montábase en el Colegio San José de los Hnos. Maristas del Callao.



NACIMIENTO DEL COLEGIO DE LOS MARISTAS


Como saben los actuales chalacos de segunda juventud para arriba, el antiguo local del Colegio San José de los Hnos. Maristas del Callao quedaba en la Calle Paz Soldán, en la esquina de ésta con la Calle Colón, y al frente de la Fortaleza del Real Felipe. Con sólo cruzar la calle se llegaba a la Plazuela de la Independencia, con su hermosísima fuente, que hasta ahora se halla donde debe estar, que hasta ahora, a Dios gracias, se está librando de los afanes modernizadores de la ignorancia edilicia. Allí practicamente funcionó desde 1909 (un año antes habían llegado los primeros cinco integrantes de esa orden religiosa de los Maristas en la Provincia del Perú), hasta 1961, que egresó la Promoción Llll Hno. Pablo Nicolás. Al año siguiente (1962) primaria y secundaria se trasladaron al nuevo edificio de la Av. Fernandini, en Santa Marina, donde hasta ahora se encuentra. Volvamos al antiguo local.



 
Este constaba de dos patios, el de media y el de primaria, unidos ambos por un corredorcito angosto, de unos diez metros cuanto más, que era el ancho de la capilla. En el corredorcito había dos puertas: para un lado, la de la pequeña librería de útiles escolares; para el otro y al medio, la de la capilla, que también disponía de sendas entradas y salidas laterales a ambos patios. El patio de primaria era el más cercano a la Calle Lima. El de secundaria, a la de la Calle Colón. Los lectores de estas líneas disculparán mi obstinación de decirle Calle Lima a la Calle Lima, y no el otro nombre que con posterioridad fue rebautizada. Un dato más: en el primer y segundo pisos de los dos patios se hallaban los salones de clase. El tercer piso, que sólo había en el patio de secundaria, estaba reservado para habitaciones privadas de nuestros maestros religiosos, o sea para los miembros de la Comunidad Marista radicada en El Callao. Cada patio daba a la calle por su propio portón, los que tenían su respectivo zaguán.
Coloquémonos ahora en el patio de primaria.
Entrando por el portón de primaria, a mano derecha había un salón grande unido a la capilla por una puerta plegadiza que, cuando la capilla se hallaba abarrotada por la asistencia del alumnado servía para acomodar a los demás concurrentes a los oficios religiosos. Con sólo plegar o descorrer la puerta los participantes a la misa veían el altar desde uno de los lados laterales.
Teniendo el zaguán de primaria de por medio, a modo de pasillo separador, al otro lado, al de la izquierda, había otro salón de dimensiones similares al del anexo de la capilla. Más que otro salón eran en realidad dos, separados ambos a su vez por un tabique, también plegable, que al descorrerlo ampliaba al doble el tamaño del ambiente. Pongamos atención en él porque este era el sitio donde se armaba y funcionaba el famoso Nacimiento de los Maristas del Callao.
No ha llegado a mi conocimiento quién fue el autor de tan atractivo artificio electromecánico, ni cuándo ocurrió la inauguración del mismo. Recuerdo, sí, que teniendo seis o siete años lo visité por primera vez, lo que significa que fue por el 1951 o 1952. Ello me permite conjeturar que existía ya con anterioridad el Nacimiento al que me refiero.
Tiempo después, por el 1958 y hasta que egresé del Colegio (1961), o sea en el lapso de cuatro años por lo muy menos, el cerebro y genio de la obra fue un hombre joven, José Ibáñez Dávila -lamentablemente fallecido ya-, quien por entonces apenas si llegaría a los 20 años. Yo, muchacho como era de 13, lo ayudaba trayendo y llevando trastos, utencilios, trebejos y demás accesorios componentes del ingenio, hasta que éste quedaba armado y expedito para su funcionamiento. El Nacimiento quedaba abierto al público hasta el 06 de enero, inclusive.
Imaginémonos un espacio único hecho de dos salones de clase, con ancho de unos siete metros, y profundidad total de más del doble. Localizábase el núcleo central, obviamente en la cueva, con el pesebre con colchón configurado por ruma de paja, donde yacía el Niño Jesús recién nacido. Rodeábanlo María, José, y unos pastorcitos. Una lumbre los iluminaba. En lo dilatado del espacio distinguíanse los ovejeros con sus animales y los vaqueros con los suyos. No faltaban borricos ni perros. Había casas diseminadas, ubicadas en niveles diferentes, tanto más bajo de la gruta como trepando cerros y colinas. Junto a ellas veíase campesinos trabajando, laboriosos jornaleros doblados sobre el surco, carpinteros aserrando, leñadores cortando leña con su hacha, molinos y molineros en sus faenas harineras.Riachuelos y arroyuelos movían las norias descendiendo de las contiguas montañas que rodeaban tan idílica y bucólica escena, en cuyas orillas otros pastores y otras fogatas irradiaban sus luces dándole vida al bíblico suceso.



No se entiendan mis palabras ni el escenario de manera estática, fija, inmóvil ni quieta. No. Allí no había nada detenido ni estancado. Allí todo hallábase saturado de movimiento, de circulación y vibraciones. Allí todo era fluidez. Las llamas danzaban en las fogatas. Los trabajadores realizaban la actividad que los caracterizaba. Amanecía el nuevo día, salía el Sol o, mejor dicho la luz solar. Por la manifiesta intensidad que se iba incrementando de a pocos llegaban éste y ésta al cénit del firmamento y declinaba, penumbrándose, crepusculándose el escenario hasta ocultarse, hasta perder sus contornos sobreviniendo las sombras nocturnas. Aparecían entonces la Luna, las estrellas, sin faltar aquélla que guió a los Reyes Magos del Oriente. La sucesión del día y de la noche duraría no más de quince minutos.
Tras las bambalinas había una vitrola de palanca, de esas antiguas que utilizaban discos de metal, con huecos, rebordes o pequeños dientes o salientes de escasos milímetros en su superficie, que pulsaban barritas delgadas de longitudes varias, cuyo tañer producían los acordes y melodías navideñas que llegaban a oídos de los circunstantes.
¿Qué administraba e infundía vida al Nacimiento?
En la parte opuesta al público, al fondo de la doble sala transformada en una sola, cubierta por todo el decorado y tramoya de la Natividad de Jesús, había una tabla o panel de casi dos metros de altura por uno y medio de anchura. En el centro del mismo, una rueda de un metro de diámetro, movida por energía eléctrica, con contactos que iban rozando con los otros fijos del panel, merced a engranajes reductores rotaba lentamente. A lo largo de sus 360 grados se verificaban las diferentes conexiones entre los contactos de la rueda y los fijos del panel, poniendo en movimiento y armonía a personas, animales, candela de fogatas, luces domiciliarias, azudas, aceñas y aspas de molinos, riachuelos y vertientes acuosas, luminarias celestes y sucesión de días y noches...¡Una maravilla!
Por lo general, la cola llegaba hasta la Calle Colón, o sea hasta la vuelta de la de Paz Soldán. El público ingresaba por el portón y zaguán del patio de secundaria. Se extendía por los costados de dicho patio. Traspasaba el corredor comunicante de éste con el de primaria. Bordeaba las paredes del de primaria hasta ingresar al salón por la puerta que daba al mismo patio. Ingresaban alrededor de 20 personas. Los niños colocábanse adelante, junto a la balaustrada o barrera divisoria puesta a propósito. La función, repito, duraba aproximadamente un cuarto de hora. Luego que ésta concluía, el público ordenadamente evacuaba la sala por la otra puerta, por la que daba al zaguán, y salía a la calle por el portón de primaria, sin que hubiera congestiones, trabas ni enredos de grupos de personas.
Este diciembre se cumple el medio siglo de la vez postrera que los chalacos gozamos del Nacimiento del Colegio de los Hermanos Maristas. En medio siglo ocurren muchas cosas. En medio siglo se alcanzó a modificarle la hermosa, hermosa por lo sencilla, fachada original al Colegio reemplazándosela por otra feísima que hace unos meses tiraron abajo. En medio siglo las autoridades edilicias aprovecharon en tumbar el espléndido y antiguo edificio de la Municipalidad, el que quedaba en la Calle Daniel Nieto, y hacía bisagra entre ésta y el Cañón del Pato. También, destruir la Pérgola, el Pasaje Ríos, el Hospital Guadalupe, el local del Cine Badell, la Cervecería. La Cervecería convirtiéronla en vergüenza: so pretexto de progreso hicieron de ella lo que ahora es: vulgar playa de estacionamiento y de carga y descarga de mercadería de una tienda vecina. Se ve que el declive del Callao no es sólo económico. Moral, ética y culturalmente, parece, continuamos descendiendo. Nuestro patrimonio arquitectónico y urbanístico mermará más todavía -¡Dios quiera que me equivoque!-, hasta que no quede nada de lo que heredamos de nuestros mayores.
Sería labor de amor chalaquista y de bien social ubicar y reunir los componentes de tan hermoso Nacimiento como fue el del Colegio de los Maristas, desperdigados con la mudanza a Santa Marina ocurrida en 1962, y, si el tiempo los destruyó, fabricar entonces un Nacimiento nuevo, no sólo similar sino hasta mejor del que hubo.
Ricardo E. Mateo Durand
Navidad de 2011
Tartu-Estonia
El Callao-Perú





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