sábado, febrero 25

Narraciones Porteñas - Pajaricidio



Era un espectáculo verlos. Iban en fila india, los dos, padre e hijo, uno a continuación de otro, el progenitor escoltando al vástago. El descendiente detrás del procreador, marchando, marcando el paso como llevando ritmo impuesto por banda imaginaria. Pasaban los domingos, temprano, percutiendo tacones y suelas chancabuqueros contra las desiguales y desniveladas veredas de la Plazuela de Paita-Libertad. Eran dos elevadas figuras a modo de naves desarboladas. Dos prominentes siluetas desgalichadas, flacas, calanconas, zancudas, enjutas, entecas y canijas. Así como es el padre es el hijo. De raza le viene al galgo serlo. No de padres cojos hijos bailarines sino de tal palo tal astilla. El padre era la viva imagen de don Alonso Quijano. Chalaquizado caballero de la Tristísima Figura, sólo faltábale la armadura y Rocinante. Natural no de la tórrida meseta castellana sino de tierras más sureñas, serbocroatas. Realizó su paternidad en una Dulcinea de nuestra ciudad natal.
Calles Libertad y Paita, con el frontis del chino de las tres puertas, 1963
Viéndolos creeríase que se encaminaban a misa de la Santa Rosa, cuando todavía ésta no había sido cercenada para dar libre tránsito a la prolongación de la Avenida 2 de Mayo, que en uno y otro extremo, en su centro y en su recorrido entero, por la hipotenusa destruyó al antiguo Callao. Las escopetas de doble cañón que portaban sobre la espalda denunciaban misteriosa incógnita: ¿Irían, acaso, a dispararle al Espíritu Santo? Con certero plomo entre ceja y ceja ambos hubieran sido capaces de tumbarse al Ave María. Las crónicas de la época, no obstante, establecieron fehaciente e irrefutablemente que sus desvelos se circunscribían no a heréticos ni blasfemos propósitos teocidas sino a la mera y simple caza de kukulíes y palominos porteños. La Celestial Torcaza podía descansar en paz.
Iglesia Santa Rosa en el Jr Colón, 1959
Las luces del crepúsculo eran señal de retorno, con sus cananas de occisas aves colgándoles de los hombros y cintura. Cabezas y picos movíanse al unísono, inanimados, al compás de su luctuosa marcha. Santarositas, gorriones, zuritas, alguno que otro vampiro o murciélago insomnes, y demás pardales huían despavoridos a su paso. Pasábanse unos a otros la voz aterrados. Los conocían las palomas del barrio, propiedad de don Humberto. Aligerábanse mientras tanto éstas desde las alturas por cotidiano y perenne diluvio defecatorio sobre los hombres de buena voluntad. Volaban evacuando el chaparrón excrementicio sobre transeúntes y calzadas.
El hijo y yo éramos amigos, siempre lo fuimos. Invitóme cierta vez a que lo acompañara a una cacería sabatina, de exclusiva práctica balinesca, adonde nadie más asistiría. Fui a buscarlo a su casa, en Constitución, entre Bolivia y Paraguay, que era donde funcionaba también la remenduría paterna. Don Nicolás fue diestrísimo con el diablo y la chaveta, con la lezna y el punzón, con hormas y guindaletas, como zapatero de oficio que era. Su insuperable habilidad manifestábase cuando con torrencial labia, al son de golpes martillescos a modo de metrónomo, farfullaba en castellano primitivo, atenazando entre los labios docenas de estaquillas y tachuelas. Padecía de incontinencia verbal.
Zapatero en las viejas Calles del Callao, en los 1956
Remontamos Manco Capac siguiendo la línea férrea, hasta la altura del Templo Faro donde quedaban depósitos de granos, cuyo guardián nos franqueó la entrada.
Calle Manco Capac, en los 1920
El galpón era amplio, vasto, que ocupaba manzana completa. Estaba tapiado y sólo en parte techado por calaminas. Por doquier alzábanse dunas de trigo hacia donde los plumíferos volátiles de los alrededores solían ir a posarse para rellenar el buche y decolar pesadamente aleteando con la molleja lastrada.
Pasaje Garibaldi, al final de la hoy Av Dos de Mayo en los 1955
Mi amigo y yo tomamos posiciones y nos pusimos a la espera de bandadas que, pensábamos nosotros, estarían ansiosas por poner a prueba destreza en el cabreo y esquive de su escopetil pericia. Para variar, nuestra conversación versó sobre armas de fuego, dándome él clase práctica de cómo se desmonta y móntase trabucos como el suyo; de cómo se reemplean los cartuchos ya usados luego de la primera descarga con tan sólo meterles pólvora, perdigones y taco de remate. Fisgamos y reconocimos el alma estriada de ambos canutos.
Se sucedieron los minutos. Quizás transcurrió más de una hora que nosotros utilizamos para nuestro parloteo, cuando desde la rama de un árbol germinó gorjeo que nos sedujo. ¡Qué murmullo!, ¡Qué cadenciosos acordes y arpegios brotando de garganta tan privilegiada! Tan fascinante melodía podía parangonarse con el discurrir de cristalinos fluídos, surtidos de manantiales y hontanares perdidos entre espesos y musgosos follajes. El canto tomó poder, intensificóse al grado de arrebatarnos la consciencia, embelesándonos durante fracción de tiempo que nos suspendió obnubilándonos el raciocinio. Automáticamente alcé el brazo y le señalé al cantautor solista, cuando mi amigo, de manera simultánea aupó el arma que escupió malhadada bola plúmbea.
La detonación resonó en los rincones más apartados del espacioso canchón, y cuando ésta húbose esfumado caímos en la cuenta que también enmudecieron la alegría y felicidad hechas música.
¡La matamos!, exclamamos unánimes,... ¡La matamos! ¡Hemos matado al ave!, dijimos a la vez que levantándonos a la carrera fuimos al lugar donde el cuerpecito se desplomó. En el suelo, sobre la yerba y la paja, sobre granitos de trigo disperso, encima de los rastrojos yacía el pajarito con el pecho perforado.
Han pasado desde entonces muchos, muchísimos años, los que van desde el arranque de mi adolescencia hasta los actuales de mi edad provecta, y cuando veo un cazador o una escopeta; cuando me extasía la armonía de un canto brotado de la Naturaleza, prodigio concebido por Ella; cuando me alucina el susurro y rumor de la brisa entre los abetos, los pinos, los robles y los abedules nórdicos; cuando gozo viendo cruzar aves el firmamento, sin importarme su color,  sean cuervos graznando –para mí maravillosos- o gaviotas; cuando en las noches levanto los ojos y en la bóveda hiperbólica veo las luminarias cósmicas, me persiguen la imagen y la canción del desdichado alado cuya portentosa voz en un instante irreflexivo aniquilamos para siempre.
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu
Estonia


Fuente de Imágenes:
Archivo de Imágenes CURRARINO






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