martes, febrero 14

Narraciones Porteñas - SANTOS


SANTOS
Estamos en un día de abril del 1969. Es una jornada de temprana primavera boreal, con el equinoccio aún reciente. De los techos de dos aguas la nieve y el hielo invernales se derritieron y escurrieron, cayendo primero en chorritos y luego en gotas, gotita a gotita, hasta agotarse. Por las hendiduras o cauces de las rojas tejas descendió todo lo que el invierno había acumulado en la techumbre de las casas. Las pizarras de las cubiertas refulgían al Sol, con un cielo que amaneció claro, transparente y mostrándonos una tonalidad azul profunda. Las brisas húmedas del Báltico nos traen el hálito de sus olas. Las calles del viejo Tallinn se hallan concurridas, rebosantes de lugareños y de turistas; fluye toda una multitud abigarrada, heterogénea, torrencial, que circula dinámica por sus callecitas empedradas. Adoro las calzadas adoquinadas y las calles retorcidas, como las de mi viejo Callao, allá donde vine al mundo y aprendí a interpretarlo, donde di mis primeros pasos y tuve mis primeras caídas; calles que no sé por qué no las protegen y preservan para la posteridad, como se hace aquí en Estonia y en Europa. Una callecita sin sus vetustas casas y sin el piso o embaldosado con que nació se encuentra privada de historia, de atractivo y de belleza. Volvamos, sin embargo, a Tallinn.
Calle empedrada de las esquinas de la Calle Colón con Paz Soldán (1930). Nótese en el lado izquierdo, es la esquina el local del Colegio San José de los Hermanos Maristas
Calle empedrada en Tallinn
Quien por otras características no conociese la procedencia nacional de los circunstantes a los que me refiero sólo tendría que observar quiénes elevan la voz para hablar y quiénes lo hacen en voz baja, casi susurrando. Propio de los eslavos, en especial de los rusos es la expresión vívida, el accionar de manos y brazos, la dicción de elevados decibelios. Los estonios, por el contrario, hablan a media voz y sin gesticulaciones, murmurando, bisbiseando sus frases. Hasta nosotros no llega el rumor lejano de las masas acuáticas porque se ven sobrepujadas por el de la muchedumbre.
Vamos por la Plaza del Ayuntamiento –Raekoja plats, en estonio-, en cuya fachada frontal del Concejo destacan sus ocho arcos ojivales que franquean las galerías y portales que dan a la plazoleta, arquería apuntada, de roca gris, con impostas y dovelas tan características de la antiquísima arquitectura de la capital de Estonia, roca gris cuyas canteras encuéntranse desparramadas por el litoral de su parte continental. Es mediodía y sentimos hambre.
Plaza del Ayuntamiento y Ayuntamiento de Tallinn

Salimos de la Plaza del Ayuntamiento, volteamos hacia la izquierda y tomamos la Calle Viru del Tallinn medieval y hanseático. Allí, en el vértice de la Calle Vene con la de Viru, en un segundo piso hay un restaurante donde almorzamos cuando visitamos la ciudad. Subimos las pretéritas escaleras de madera donde cada peldaño revela el paso de generaciones e ingresamos en la primera de las dos espaciosas salas, ocupadas en su totalidad. Las mesas son numerosas, suficientes, sin que ello dé impresión de hacinamiento, que no lo hay. Son muebles de roble, compactos, firmes, con cuatro sillas alrededor, todo de color caoba. Las mesas, cuadradas, de un metro por lado. El ambiente se nos presenta como arrancado de ambigú de entreguerras, como atrapado de los años treinta. Las ventanas son grandes, pero estando con las cortinas corridas amortiguan la claridad primaveral que envuelve la ciudad.
Tallinn Calle y Puerta de Viru



Las mozas se multiplican para atender a los comensales. Miramos hacia aquí y hacia allá … No, no parece que haya puestos libres. Ambos intercambiamos una mirada de contrariedad. Quizás debamos irnos a otro lugar. Meditando la posibilidad de irnos no tuvimos tiempo para llevar a cabo tan propósito porque justo en ese instante nos topamos con dos ojos que nos asaetan con mirada aguda, comprensiva, benevolente. Él está solo, ocupa una sola mesa sin nadie que lo acompañe. Según la costumbre de la época, viendo espacio libre nos animamos a pedirle permiso para sentarnos. Inmediatamente acepta gustoso, y con siniestra mano nos indica las dos sillas desocupadas en la que nosotros dos nos acomodamos.
Nuestro ocasional amigo es hombre que no sobrepasa el metro setenta ni los 40 años de edad. Es de contextura gruesa, atlética, fornida. Su piel es más trigueña que blanca, como negros sus cabellos. Barba tupida del mismo color, pero rasurada, adivinándosele, no obstante, los cañotes que pujaban por aflorar. En medio de la cara la Madre Naturaleza le colocó una nariz prominente, aventajada, especialmente por el descollante caballete situado entre los ojos y la boca, sin que el promontorio de la topografía facial lo afeara.
Ambos nos sentamos e intercambiamos opiniones acerca de qué pedir. Hablamos castellano, y nuestro casual compañero de mesa prosigue comiendo lo que tiene al frente. Pone cara de concentración en su plato, en articular y concertar los movimientos del tenedor hacia su boca, pero se nota que nuestra lengua despierta curiosidad. La moza se acerca:
-¿Qué desean los señores?
-Quisiéramos una sopa espesa, densa, de ésas …
-¿Seljanka?
-Sí, por favor, tráiganos sopa seljanka para cada uno. De segundo un carbonado de cerdo, con papas y huevos fritos, pepinillos encurtidos y col ácida, como se estila en la culinaria estona.
Seljanka
Me agradan las sopas espesas, densas, compactas, sustanciosas, y la seljanka cumple estos requisitos de mi personal preferencia.
La camarera se da media vuelta y encamínase a la cocina a cumplir con nuestro pedido. Mientras tanto ambos continuamos nuestra charla. Confiados en que no nos comprende, con mayor razón ahora que disponemos de un tema más, que es descubrir la nacionalidad de nuestro camarada de mesa … ¿Armenio, georgiano o azervazhano? … ¿Cuál será su nación y procedencia?... ¿En qué confín de la Unión Soviética habrá nacido?
Sin que diera muestras del examen al que lo sometíamos, nuestro accidental camarada continuaba su tarea masticatoria. Come despacio, ingiere, deglute sin apuros, saboreando, paladeando con fruición. Todo se desenvuelve sin intervalos ni estorbos hasta que de pronto el tenedor de nuestro vecino interrumpe su desplazamiento del plato a la boca y de la boca al plato, queda inmóvil sobre la mesa y nos dirige la palabra. Habla primero en ruso; luego, como reconociendo haberse equivocado de lengua, en estonio tan fluido como su ruso:
Los he estado escuchando y lo que ustedes hablan, aunque alguna vez la he oído, no es lengua que yo conozca … ¿Puedo preguntarles algo?
-Desde luego,… usted dirá, ¿de qué se trata?
-¿Qué idioma hablan ustedes?
-Hablamos castellano, o español, como aquí en Europa dicen.
-Aaaahh,… ¡español! … ¡español!
Pronunció la palabra catándola como si se tratara de un buen vino procedente de viñas y lugares reputados, renombrados, célebres, para acto seguido quedarse con la mirada perdida, como mirando a un punto indeterminado, hurgando en los yacimientos de su memoria, escarbando posos y sedimentos del recuerdo en los filones y canteras de su propio pasado.
-¡Hablan español!
-Sí, hablamos español,… ¿Lo ha estudiado usted? … ¿Lo comprende?
-No, no lo he estudiado y tampoco lo comprendo, pero algo me decía que ustedes hablaban en español.
Y se sumió nuevamente en los profundos abismos de su mundo interior. Allí, en lo más arcano de su ser existía el magma, la masa ígnea de un dolor que puja por desbordarse, por erupcionar.
Pasados unos segundos, viendo nosotros que retornaba de su privada e íntima oquedad, que se reanimaba, nos sentimos estimulados a repreguntarle:
-Díganos, por favor, ¿de qué parte de la Unión Soviética es usted?, ¿dónde nació?
-¿Que dónde nací? … No podría decírselo porque yo mismo no lo sé. Sé, sí, que nací en España, pero desconozco el lugar exacto. Déjenme primero contarles que me llamo Santos, nos respondió mientras agregaba un apellido de resonancias eslavas que olvidamos al poco rato. Me llamo Santos y nací, como les dije, en España, pero, repito, no puedo decirles en qué lugar de España porque ya no lo recuerdo. Soy uno de los niños que trajeron a la Unión Soviética en circunstancias en que la Guerra Civil Española cobraba fuerzas y se sospechaba que no demoraría el triunfo de Franco. Por todo documento acerca de mi identificación yo llevaba un relicario que mis padres me colocaron en el cuello. En la cajita del mismo estaban depositados mis datos personales: mi nombre y apellidos, los nombres de mis padres, mi dirección domiciliaria, y todo lo concerniente para que me reintegraran a mi patria natal una vez concluida la contienda. No sabría decir si fue embarcándonos en España o llegado que hubimos a territorio soviético, en el desembarco alguien vio el relicario, y creyendo que era de plata me lo arrancó del cuello. No era de plata sino de metal plateado, que para mí valía más que el oro. Siento todavía en la piel el tirón y la rotura de la cadena. Quien me lo arrebató me desposeyó también de mi filiación, de mi identidad, de mi familia. Me despojó de todo. Nunca nadie me lo devolvió, y yo sólo recuerdo mi nombre, Santos, que es el que en la lejanía se me presenta pronunciado en boca de mis progenitores.
 
Niños enviados a Rusia
Aquí en la Unión Soviética me crié en un orfelinato, y en tal asilo me pusieron, como a todos, el apellido que ahora llevo. Salí a los 18 años e hice mi vida, mi propia vida. Algunos años viví sin radicarme en ningún lugar, en ninguna ciudad, hasta que me vine a Estonia y me casé con una estona, con quien tengo dos hijos. Me gusta mucho pescar y llevar a mis hijos a pasear por los bosques, caminar por las orillas del mar, esquiar en invierno, cuando la nieve es blanca y todo muestra su rostro inmaculado. Me siento muy contento de vivir aquí. Pero hay un extraño sinsabor que me acompaña recurrentemente: nunca he logrado saber mi procedencia ni la residencia de mis padres, ni si ellos viven o ya murieron ... ¡cuánto daría por saberlo! … ¡Cuánto daría por verlos, abrazarlos y sentir su cuerpo junto al mío!
Nuestra conversación e intimidad se extendió a lo largo del resto del almuerzo. Santos era un hombre de fácil palabra, comunicativo, abierto, sencillo. Concluimos nuestras respectivas meriendas y todavía nos quedó tiempo para alternar unos minutos más. Luego, nos despedimos confiados en que nos volveríamos a encontrar en Tallinn.
Salimos de las salas espaciosas como arrancadas de ambigú de entreguerras, como atrapadas de los años treinta, y descendimos las pretéritas escaleras de madera donde cada peldaño revela el paso de generaciones. Las calles del viejo Tallinn, del Tallinn medieval y hanseático se hallan concurridas, rebosantes de lugareños y de turistas; fluye toda una multitud abigarrada, heterogénea, torrencial, que circula dinámica por sus callecitas empedradas.
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu, domingo 22 de enero de 2012
Tartu - Estonia
El Callao - Perú










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