domingo, mayo 6

Narraciones Porteñas : Manguerón

MANGUERÓN


En homenaje a mi Maestro
don Jorge García Trece
quien el domingo 01 de abril de 2012 cumplió el quincuagésimo séptimo aniversario del inicio de su apostolado docente
Existe la creencia por parte de algunos, errada por cierto, que los apodos son sinónimos de agravio, de escarnio, de mofa o burla. Tengo para mí, sin embargo, que pueden ser manifestación de aprecio y cariño. En este sentido, garantizo que me siento confiado asegurando que por lo general el mote o remoquete con que los alumnos bautizan a sus maestros, si bien resaltan un rasgo físico o moral destacable de la persona objeto del calificativo, refleja, igualmente, estima, respeto y afectividad, que logran eco a través del apelativo que los más traviesos de la clase apellidan a quienes tienen en sus manos la importantísima tarea de colaborar con el hogar y formarlos espiritual e intelectualmente.
A modo de preámbulo diré que recuerdo a un excelente maestro que tuve cuando estudié en Moscú (1967-1968), a quien le decían El Eléctrico. Me daría por vencido si tuviera que decir su nombre, patronímico y apellido, ya que no me acuerdo de ninguno de ellos. El Eléctrico era hombre joven, en mitad de la treintena, delgado, espigado, elegante, de estatura más alta que el promedio, y de mucha preparación, ciencia y sabiduría. El sobrenombre le venía porque era dueño de ágiles y breves movimientos corporales cuando explicaba sus magníficas lecciones de economía, mientras observaba erguido y con concentrada atención a su auditorio, sin que se le escapara ninguna cara, ningún gesto, ningún meneo de nadie, a la vez que con los dedos índice y medio de la derecha tamborileaba encima de su palma de la siniestra mano. Todo eso lo hacía, remarco, acompañado de inspección penetrante detrás de los anteojos claros que usaba, con pupilas como estimuladas no por corriente continua sino alterna, desprendiendo descargas de insospechada energía. Todo El Eléctrico daba la impresión de ser un rayo globular cargado de contundente potencia, que pujaba y pugnaba por manifestarse y, cuando así sucedía lo hacía de manera afable y amistosa, con sonrisa condescendiente. Dicho esto vayamos donde Manguerón.
Lo vi por primera vez el primer día de clase de 1959. Luego de cinco años de estudios, desde 1954 al 1958 en el Colegio Italiano Santa Margarita, retorné al San José de los Hermanos Maristas para hacer el tercero, cuarto y quinto de secundaria. Como con anterioridad había hecho el primero y segundo de primaria en los Maristas, volví para estudiar en la misma escuela los tres últimos de secundaria que me quedaban. Con ello completé un lustro en una y un lustro en la otra, por lo que con pleno derecho me considero ex alumno de ambas.
No bien llegado que hube al colegio ese 1 de abril de 1959, en el patio de secundaria me encontré con mi querido amigo Augusto César Hoyos Velarde -fallecido algunos años después de egresados-, y nos pusimos a conversar, circunstancia en que Augusto César se encargó de ponerme al día con los maestros laicos y religiosos que por ahí discurrían, haciéndome comentarios de los cursos y de sus profesores titulares, que eran los responsables de la clase. En eso divisamos un grupo de muchachos que rodeaban a uno, charlando todos animada, amigablemente. Era éste persona con las características físicas de El Eléctrico moscovita, si bien sería mejor decirle al Eléctrico el Manguerón ruso, puesto que fue al Manguerón chalaco a quien conocí antes.
Retomando la conversación digo, pues, que el diálogo en el patio desenvolvíase divertido, entretenido, ágil. Se veía que entre todos, maestro y alumnos, existía confianza. Augusto César, con gesto coordinado de mano y cara me indicó en esa dirección y agregó:
-Ése, Ricardo, es el profesor Jorge García Trece. Es maestro de Historia Universal. Sus clases son extraordinarias. Le dicen Manguerón, pero no se te ocurra decírselo tú ni le metas vicio en su clase, porque es muy severo y en sus lecciones nadie molesta ... Ya lo muchachos lo saben ... Tú mismo lo comprobarás.
- Agradezco la advertencia, Augusto César, pero he de confirmarte que jamás meto vicio en clase. Siempre traté de comportarme bien. Por experiencia propia y dolorosa sé que me pescan con las manos en la masa cuantas veces sucumbí a la incitación de los compañeros, que fueron como en dos ocasiones. Desde entonces no me importa que me tilden de patero, sobón, franela ni escobilla porque nada de eso soy.
Nuestro intercambio de experiencias tomó otros rumbos hasta que tocó la campana del inicio del primer día de clases del mencionado año de 1959.
Todo fue que oímos el repiqueteo de la campana y el patio completo se puso en movimiento, donde sin dificultad cada uno encontró su fila respectiva, cuando la cara de Manguerón sufrió una transformación instantánea, repentina, radical. De distendida y risueña mutose en seria, muy seria, grave y severa, e inclusive, diría yo, hasta con gesto de combativa acometividad en boca y ojos, con un no sé qué de militar belicosidad.
A los pocos días, como sucede con los jóvenes, ya me había adaptado completamente a las clases con los antiguos compañeros de estudios de los primeros años de primaria, así como con los profesores, con quienes, querramos o no, se verifica ese examen y conocimiento recíprocos, esa exploración con pasaje de ida y vuelta.
Uno de los Hermanos religiosos, que fue precisamente el titular de la clase, apreciadísimo por nosotros, se llamaba Ubaldo Liquete Diez ... Si teníamos un diez, ¿por qué no también un trece? ... El profesor Jorge García Trece se había ganado el apodo de Manguerón por la esbeltez y prestancia de su persona. Hombre lúcido, amplio, lógico y brillante, sus clases resultaban interesantes en grado sumo.
Sería en el penúltimo o en el último año de secundaria cuando en cierta ocasión, antes de finalizar la hora, nuestro Maestro nos dijo más o menos así:
- Señores: Hay circunstancias en la vida donde se impone hablar en público. Antes o después comprobarán que eventualidades como éstas son inevitables,  resulta, por lo tanto, ineludible hacerles frente, y cuanto más preparados estemos para ellas, mejor. ... Hallándose uno ante el auditorio la reacción más típica, más generalizada es asustarse, atemorizarse, lo que se supera con práctica. Obviamente, hay que dominar el tema que uno trate. El resto es como conversar con los amigos ... ¿Quién se amilana de hablar con los compañeros? ... ¡Nadie! ... Así, pues, desde la próxima clase empezaremos a acostumbrarnos en este sentido ... Cada uno elegirá el asunto que más le agrade ... Por acá pasarán todos ... Ahora nombraré a tres de ustedes: para la próxima vendrán con su tema listo para exponerlo  ...
Llegado a este punto, añadiéndole nuevas arrugas a la frente paseó la mirada por el registro de nombres y mencionó tres apellidos, entre los cuales estaba el mío:
- Para ver ... usted, fulanito; usted, menganito; usted, Mateo.
Acto seguido, con la regla que sostenía en la mano derecha dio dos golpes sobre el pupitre y nos despidió.
Las primeras horas, y posiblemente hasta el día siguiente fueron para pensar sobre qué o quién hablaría, y como por aquellas semanas habíamos estudiado la reforma religiosa alemana, el movimiento luterano y sus personajes principales, las 95 tesis del cuestionamiento de Martín Lutero hacia el poder y eficacia de las indulgencias, me decidí por el ex monje agustino.
Llegado que hubo el día de la verdad, con paso lento, haciendo como si estuviese lleno de confianza, salí al frente de la clase y con la cara hacia ella expuse lo que había leído. Nadie me interrumpió, ni siquiera Manguerón, que escuchó mi exposición hasta el final. Cuando hube concluido me dijo:
- Oiga usted, Mateo ... ¿De dónde ha sacado todo eso que nos ha hablado?
- Del libro de historia -le respondí-,
- Sí, ya lo sé ... Por ello mismo, si usted repara, se dará cuenta que no nos ha dicho nada nuevo de lo que ya sabemos. La gracia está en que aprendamos todos, en que uno mismo estudie, investigue y se instruya, y sepa enseñarle a los
demás ... Mire: esta no se la valgo ... Usted tendrá que preparar un nuevo tema y salir otra vez la próxima semana.
Podría pensarse que debía sentirme avergonzado, defraudado, decepcionado conmigo mismo, pero no, no ocurrió nada de eso. Manguerón lo dijo todo con tanta naturalidad que me fui a mi asiento fortalecido y dispuesto a aceptar la invitación.
Luego de seleccionar a algunos personajes de distintas procedencias y culturas, me decidí por el escritor francés Víctor Hugo (1802-1885), de quien me ocupé en reunir artículos de la enciclopedia, del Tesoro de la Juventud, y de algunas otras fuentes a mano. Cuando a la semana siguiente llegó mi turno, salí confiado, seguro que todo iría bien. Me sentía un Demóstenes estando, por supuesto, lejísimos de este modelo. Expuse mi tema por espacio de los minutos que cada cual tenía para desarrollarlo. Posiblemente hubo preguntas, en todo caso, concluida mi participación, Manguerón con su gesto serio de costumbre agradeció breve y escuetamente indicándome mi asiento.
Unas semanas después, cuando todos hubimos hecho uso de la palabra, Manguerón nombró los tres mejores temas y participaciones, entre los cuales estaba los míos.
Transcurrieron varios años, y fui a visitar el Perú. Estando una vez en Lima -sería el 1974-, en la Calle Camaná, cerca de la Plaza Francia, vi que alguien cruzaba de acera a acera. Era un hombre espigado, bien puesto, perpendicular, resuelto, enérgico, con un portafolio bien sujeto sobre el pecho con su mano derecha. Daba la impresión de ser un jurista dirigiéndose al Palacio de Justicia. No era el paso dinámico de un civil sino la marcha resolutiva de un soldado. Quise pasarle la voz, mas aparte de la distancia que había desde donde yo estaba, todo en él indicaba premura, urgencia, diligencia extrema. Hubieron de transcurrir otros treinta años para tener la ocasión de ver a nuestro apreciado Profesor Jorge García Trece y conversar él.
Pertenezco a una época interesante, altamente significativa para el desarrollo social y espiritual de la humanidad (creo que así pensamos todos de nosotros y de nuestro tiempo). Nací en el mismo año de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, lapso a partir del cual se experimentó aceleradamente la disolución del sistema colonial, si bien los países dominantes se dieron maña para cosmetizar y perpetuar su influencia. Por su parte, pueblos relativamente pequeños, como Vietnam, casi de manera ininterrumpida contribuyó con su esfuerzo y cuota de sacrificio en la mencionada dirección derrotando a dos grandes potencias, logrando su propia unificación nacional y estatal. Hablo de hechos, no de simpatías ni de antipatías. La ciencia, en los más diversos campos del conocimiento, algunos insospechados hasta entonces, logró resultados trascendentales. El hombre venció la gravedad terrestre y salió a los espacios siderales. Aparte de revoluciones socio-económicas, se verificaron otras, como la de la revolución en la comunicación e información, globalizando al mundo, dando como resultado la superación de obstáculos objetivos, como son el tiempo y la distancia. Surgieron y desaparecieron imperios. Las contradicciones y discordias de las potencias alcanzaron puntos elevados originando nuevos conflictos, resolviéndose algunos con la lucha y sufrimiento de terceros países, entre pueblos periféricos. Países productores de energía, como los petroleros, utilizaron sus recursos para lograr nuevos equilibrios. Hasta la crisis del petróleo tuvimos la sensación que el mundo se desenvolvía de manera ascendente y sin demasiadas obstrucciones, pero nos equivocamos porque el ámbito de las realidades impone sus condiciones. Hasta entonces sistemas o formaciones socio-económicas, religiones o iglesias, ideologías o doctrinas habían sido estables, inalterables, constantes, duraderos, milenarios. Ingresamos, sin embargo, en épocas en que todo se trastoca, altera, evoluciona rápidamente; donde la tendencia general de progreso evidénciase manifestándose en el fortalecimiento de la heterodoxia, de las divergencias, de las herejías. Aparentes triunfos se convierten en fracasos reales y fracasos aparentes, en indiscutibles conquistas, y así sucesivamente, donde lo básico, esencial y vital apunta a la emancipación del espíritu e intelecto humanos relegándose lo dogmático y  fortaleciéndose la libertad del pensamiento.
El mundo podrá cambiar, y de hecho cambia querramos o no, pero para mí siempre serán de validez y vigencia perennes mis Maestros - incluyendo aquellos otros que no lo fueron en la escuela, sino fuera de ella: José Félix Ontaneda Ampuero, Pedro Brígido Velasco Rubio, y Luis Enrique Bazo Risco -. Para mí siempre serán actuales Augusto del Prado Pacheco (Beethoven para unos, Pipo para otros); Jorge Lizarbe Valiente (Pan de Familia); Antonio Soldano (Cabeza de Toro); Víctor Delfín Ramírez (Garlopín); Marciano Méndez Contreras (Panadero); Gustavo Vélez Zapata (Gustavito); los Hermanos Maristas Felipe Luis y Pablo Nicolás; Jorge García Trece (Manguerón) y otros, personalidades no sólo notables en el ámbito intelectual y docente, sino también genuinas y auténticas potencias ético-morales

Ricardo E. Mateo Durand
Tartu - Estonia
El Callao - Perú
Domingo 01 de abril de 2012

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