MANGUERÓN
En
homenaje a mi Maestro
don
Jorge García Trece
quien el domingo 01 de abril de 2012 cumplió el quincuagésimo séptimo
aniversario del inicio de su apostolado docente
Existe la creencia por parte
de algunos, errada por cierto, que los apodos son sinónimos de agravio, de
escarnio, de mofa o burla. Tengo para mí, sin embargo, que pueden ser
manifestación de aprecio y cariño. En este sentido, garantizo que me siento
confiado asegurando que por lo general el mote o remoquete con que los alumnos
bautizan a sus maestros, si bien resaltan un rasgo físico o moral destacable de
la persona objeto del calificativo, refleja, igualmente, estima, respeto y
afectividad, que logran eco a través del apelativo que los más traviesos de la
clase apellidan a quienes tienen en
sus manos la importantísima tarea de colaborar con el hogar y formarlos
espiritual e intelectualmente.
A modo de preámbulo diré que
recuerdo a un excelente maestro que tuve cuando estudié en Moscú (1967-1968), a
quien le decían El Eléctrico. Me
daría por vencido si tuviera que decir su nombre, patronímico y apellido, ya
que no me acuerdo de ninguno de ellos. El
Eléctrico era hombre joven, en mitad de la treintena, delgado, espigado,
elegante, de estatura más alta que el promedio, y de mucha preparación, ciencia
y sabiduría. El sobrenombre le venía porque era dueño de ágiles y breves
movimientos corporales cuando explicaba sus magníficas lecciones de economía,
mientras observaba erguido y con concentrada atención a su auditorio, sin que
se le escapara ninguna cara, ningún gesto, ningún meneo de nadie, a la vez que
con los dedos índice y medio de la derecha tamborileaba encima de su palma de
la siniestra mano. Todo eso lo hacía, remarco, acompañado de inspección
penetrante detrás de los anteojos claros que usaba, con pupilas como
estimuladas no por corriente continua sino alterna, desprendiendo descargas de
insospechada energía. Todo El Eléctrico
daba la impresión de ser un rayo globular cargado de contundente potencia, que
pujaba y pugnaba por manifestarse y, cuando así sucedía lo hacía de manera
afable y amistosa, con sonrisa condescendiente. Dicho esto vayamos donde Manguerón.
Lo vi por primera vez el
primer día de clase de 1959. Luego de cinco años de estudios, desde 1954 al
1958 en el Colegio Italiano Santa Margarita, retorné al San José de los
Hermanos Maristas para hacer el tercero, cuarto y quinto de secundaria. Como
con anterioridad había hecho el primero y segundo de primaria en los Maristas,
volví para estudiar en la misma escuela los tres últimos de secundaria que me
quedaban. Con ello completé un lustro en una y un lustro en la otra, por lo que
con pleno derecho me considero ex alumno de ambas.
No bien llegado que hube al
colegio ese 1 de abril de 1959, en el patio de secundaria me encontré con mi
querido amigo Augusto César Hoyos Velarde -fallecido algunos años después de
egresados-, y nos pusimos a conversar, circunstancia en que Augusto César se
encargó de ponerme al día con los maestros laicos y religiosos que por ahí
discurrían, haciéndome comentarios de los cursos y de sus profesores titulares,
que eran los responsables de la clase. En eso divisamos un grupo de muchachos
que rodeaban a uno, charlando todos animada, amigablemente. Era éste persona
con las características físicas de El
Eléctrico moscovita, si bien sería mejor decirle al Eléctrico el Manguerón ruso,
puesto que fue al Manguerón chalaco a
quien conocí antes.
Retomando la conversación
digo, pues, que el diálogo en el patio desenvolvíase divertido, entretenido,
ágil. Se veía que entre todos, maestro y alumnos, existía confianza. Augusto
César, con gesto coordinado de mano y cara me indicó en esa dirección y agregó:
-Ése, Ricardo, es el profesor Jorge García Trece. Es maestro de Historia
Universal. Sus clases son extraordinarias. Le dicen Manguerón, pero no se te
ocurra decírselo tú ni le metas vicio en su clase, porque es muy severo y en
sus lecciones nadie molesta ... Ya lo muchachos lo saben ... Tú mismo lo
comprobarás.
Nuestro intercambio de
experiencias tomó otros rumbos hasta que tocó la campana del inicio del primer
día de clases del mencionado año de 1959.
Todo fue que oímos el
repiqueteo de la campana y el patio completo se puso en movimiento, donde sin
dificultad cada uno encontró su fila respectiva, cuando la cara de Manguerón sufrió una transformación
instantánea, repentina, radical. De distendida y risueña mutose en seria, muy
seria, grave y severa, e inclusive, diría yo, hasta con gesto de combativa
acometividad en boca y ojos, con un no sé qué de militar belicosidad.
A los pocos días, como
sucede con los jóvenes, ya me había adaptado completamente a las clases con los
antiguos compañeros de estudios de los primeros años de primaria, así como con
los profesores, con quienes, querramos o no, se verifica ese examen y
conocimiento recíprocos, esa exploración con pasaje de ida y vuelta.
Uno de los Hermanos
religiosos, que fue precisamente el titular de la clase, apreciadísimo por
nosotros, se llamaba Ubaldo Liquete Diez ... Si teníamos un diez, ¿por qué no también un trece? ... El profesor Jorge García
Trece se había ganado el apodo de Manguerón
por la esbeltez y prestancia de su persona. Hombre lúcido, amplio, lógico y
brillante, sus clases resultaban interesantes en grado sumo.
Sería en el penúltimo o en
el último año de secundaria cuando en cierta ocasión, antes de finalizar la
hora, nuestro Maestro nos dijo más o menos así:
- Señores: Hay circunstancias en la vida donde se impone hablar en
público. Antes o después comprobarán que eventualidades como éstas son
inevitables, resulta, por lo tanto,
ineludible hacerles frente, y cuanto más preparados estemos para ellas, mejor.
... Hallándose uno ante el auditorio la reacción más típica, más generalizada
es asustarse, atemorizarse, lo que se supera con práctica. Obviamente, hay que
dominar el tema que uno trate. El resto es como conversar con los amigos ...
¿Quién se amilana de hablar con los compañeros? ... ¡Nadie! ... Así, pues,
desde la próxima clase empezaremos a acostumbrarnos en este sentido ... Cada
uno elegirá el asunto que más le agrade ... Por acá pasarán todos ... Ahora
nombraré a tres de ustedes: para la próxima vendrán con su tema listo para
exponerlo ...
Llegado a este punto,
añadiéndole nuevas arrugas a la frente paseó la mirada por el registro de
nombres y mencionó tres apellidos, entre los cuales estaba el mío:
- Para ver ... usted, fulanito; usted, menganito; usted, Mateo.
Acto seguido, con la regla
que sostenía en la mano derecha dio dos golpes sobre el pupitre y nos despidió.
Las primeras horas, y
posiblemente hasta el día siguiente fueron para pensar sobre qué o quién
hablaría, y como por aquellas semanas habíamos estudiado la reforma religiosa
alemana, el movimiento luterano y sus personajes principales, las 95 tesis del
cuestionamiento de Martín Lutero hacia el poder y eficacia de las indulgencias,
me decidí por el ex monje agustino.
Llegado que hubo el día de
la verdad, con paso lento, haciendo como si estuviese lleno de confianza, salí
al frente de la clase y con la cara hacia ella expuse lo que había leído. Nadie
me interrumpió, ni siquiera Manguerón,
que escuchó mi exposición hasta el final. Cuando hube concluido me dijo:
- Oiga usted, Mateo ... ¿De dónde ha sacado todo eso que nos ha hablado?
-
Del libro de historia -le respondí-,
- Sí, ya lo sé ... Por ello mismo, si usted
repara, se dará cuenta que no nos ha dicho nada nuevo de lo que ya sabemos. La
gracia está en que aprendamos todos, en que uno mismo estudie, investigue y se
instruya, y sepa enseñarle a los
demás
... Mire: esta no se la valgo ... Usted tendrá que preparar un nuevo tema y
salir otra vez la próxima semana.
Podría pensarse que debía
sentirme avergonzado, defraudado, decepcionado conmigo mismo, pero no, no
ocurrió nada de eso. Manguerón lo
dijo todo con tanta naturalidad que me fui a mi asiento fortalecido y dispuesto
a aceptar la invitación.
Luego de seleccionar a
algunos personajes de distintas procedencias y culturas, me decidí por el
escritor francés Víctor Hugo (1802-1885), de quien me ocupé en reunir artículos
de la enciclopedia, del Tesoro de la Juventud, y de algunas otras fuentes a
mano. Cuando a la semana siguiente llegó mi turno, salí confiado, seguro que
todo iría bien. Me sentía un Demóstenes estando, por supuesto, lejísimos de
este modelo. Expuse mi tema por espacio de los minutos que cada cual tenía para
desarrollarlo. Posiblemente hubo preguntas, en todo caso, concluida mi
participación, Manguerón con su gesto
serio de costumbre agradeció breve y escuetamente indicándome mi asiento.
Unas semanas después, cuando
todos hubimos hecho uso de la palabra,
Manguerón nombró los tres mejores temas y participaciones, entre los cuales
estaba los míos.
Transcurrieron varios años,
y fui a visitar el Perú. Estando una vez en Lima -sería el 1974-, en la Calle
Camaná, cerca de la Plaza Francia, vi que alguien cruzaba de acera a acera. Era
un hombre espigado, bien puesto, perpendicular, resuelto, enérgico, con un
portafolio bien sujeto sobre el pecho con su mano derecha. Daba la impresión de
ser un jurista dirigiéndose al Palacio de Justicia. No era el paso dinámico de
un civil sino la marcha resolutiva de un soldado. Quise pasarle la voz, mas
aparte de la distancia que había desde donde yo estaba, todo en él indicaba
premura, urgencia, diligencia extrema. Hubieron de transcurrir otros treinta
años para tener la ocasión de ver a nuestro apreciado Profesor Jorge García
Trece y conversar él.
Pertenezco a una época
interesante, altamente significativa para el desarrollo social y espiritual de
la humanidad (creo que así pensamos todos de nosotros y de nuestro tiempo).
Nací en el mismo año de la finalización de la Segunda Guerra Mundial, lapso a
partir del cual se experimentó aceleradamente la disolución del sistema
colonial, si bien los países dominantes se dieron maña para cosmetizar y
perpetuar su influencia. Por su parte, pueblos relativamente pequeños, como
Vietnam, casi de manera ininterrumpida contribuyó con su esfuerzo y cuota de
sacrificio en la mencionada dirección derrotando a dos grandes potencias,
logrando su propia unificación nacional y estatal. Hablo de hechos, no de
simpatías ni de antipatías. La ciencia, en los más diversos campos del
conocimiento, algunos insospechados hasta entonces, logró resultados
trascendentales. El hombre venció la gravedad terrestre y salió a los espacios siderales.
Aparte de revoluciones socio-económicas, se verificaron otras, como la de la
revolución en la comunicación e información, globalizando al mundo, dando como
resultado la superación de obstáculos objetivos, como son el tiempo y la
distancia. Surgieron y desaparecieron imperios. Las contradicciones y
discordias de las potencias alcanzaron puntos elevados originando nuevos
conflictos, resolviéndose algunos con
la lucha y sufrimiento de terceros países, entre pueblos periféricos. Países productores de energía, como los petroleros,
utilizaron sus recursos para lograr nuevos equilibrios. Hasta la crisis del
petróleo tuvimos la sensación que el mundo se desenvolvía de manera ascendente
y sin demasiadas obstrucciones, pero nos equivocamos porque el ámbito de las
realidades impone sus condiciones. Hasta entonces sistemas o formaciones
socio-económicas, religiones o iglesias, ideologías o doctrinas habían sido
estables, inalterables, constantes, duraderos, milenarios. Ingresamos, sin
embargo, en épocas en que todo se trastoca, altera, evoluciona rápidamente;
donde la tendencia general de progreso evidénciase manifestándose en el
fortalecimiento de la heterodoxia, de las divergencias, de las herejías. Aparentes triunfos se
convierten en fracasos reales y fracasos aparentes, en indiscutibles
conquistas, y así sucesivamente, donde lo básico, esencial y vital apunta a la
emancipación del espíritu e intelecto humanos relegándose lo dogmático y fortaleciéndose la libertad del pensamiento.
El mundo podrá cambiar, y de hecho cambia
querramos o no, pero para mí siempre serán de validez y vigencia perennes mis
Maestros - incluyendo aquellos otros que no lo fueron en la escuela, sino fuera
de ella: José Félix Ontaneda Ampuero, Pedro Brígido
Velasco Rubio, y Luis Enrique Bazo Risco -. Para mí siempre serán actuales
Augusto del Prado Pacheco (Beethoven para unos, Pipo para otros); Jorge Lizarbe
Valiente (Pan de Familia); Antonio Soldano (Cabeza de Toro); Víctor Delfín
Ramírez (Garlopín); Marciano Méndez Contreras (Panadero); Gustavo Vélez Zapata
(Gustavito); los Hermanos Maristas Felipe Luis y Pablo Nicolás; Jorge García
Trece (Manguerón) y otros, personalidades no sólo notables en el ámbito
intelectual y docente, sino también genuinas y auténticas potencias
ético-morales
Ricardo
E. Mateo Durand
Tartu - Estonia
El Callao - Perú
Domingo 01 de abril de
2012
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