Augusto Nicanor del Prado
Pacheco nació en Sullana el 26 de febrero de 1932 y falleció en Lima el 01 de
noviembre de 1994. En el lapso de 62 años, que duró su existencia terrena, vivió
una vida honorable y fecunda, fructífera, ubérrima especialmente en el ámbito
de la docencia, a la que de lleno dedicó energía y talento.
Recuerdo cuando lo vi por
vez primera, que fue al inicio del año escolar de 1956, en que hice el quinto
de primaria en el Colegio Italiano del Callao. Sabíamos con certeza que uno de
nuestros maestros sería don Sixto González, pero desconocíamos a quién
correspondía compartir con el profesor González la responsabilidad de esa
clase.
Fachada frontal y entrada principal del
Colegio Italiano del Callao.
Augusto era por entonces
hombre joven, de apenas 24 años. Vivía en la Calle Independencia –paralela a
Constitución–, en el mismo inmueble que casi llega a Adolfo King y hace esquina
con esta calle, en restauración hace un par de años. Un poco más allá y al
frente está la entrada trasera del Edificio Ronald, con su magnífica verja de
metal macizo. Vistió esa fecha terno azul oscuro de rayas finas, con chaleco,
siendo el chaleco una prenda infaltable en el vestuario de nuestro nuevo
maestro, como descubrí después.
Augusto fue hombre de piel
morena, tostada, de pelo negro y ondulado, sobre todo en la parte delantera, la
de la montaña; contextura media y
estatura cercana al metro ochenta. Ese día presentose con gafas que nos impedía
verle los ojos y dábanle expresión un tanto adusta, acentuada por el seño
plisado, que en las referidas fechas lo mostraba contraído, quizá como tratando
de penetrar el futuro, de visualizar qué sorpresas le deparaban aquellas primeras
horas en su oficio de enseñante, que fue con el que inauguró y estrenó su
vocación de educador.
Arrancado que hubo con las
primeras lecciones supimos que Augusto tenía a su cargo las asignaturas de
lengua italiana, música, apreciación artística y cursos de cultura general, los
que, desde los instantes iniciales entregó a sus discípulos con alma, vida y
corazón. Conservo en la memoria como si hubiera ocurrido ayer mismo cuando a
las pocas semanas de labor nos dijo así:
- Muchachos ... Resulta fundamental que nos familiaricemos con los
compositores y sus obras, por ello les comunico que quien desee ampliar
conocimientos en el mundo artístico, y disponga de tiempo este sábado por la
tarde, puede venir a las 3.00 para reunirnos y escuchar música.
Como recordarán mis
coetáneos, por aquella época las clases escolares se verificaban incluyendo los
sábados, que concluían a mediodía. A partir de allí, lo que quedaba del sábado
gozábamos de asueto, más el domingo completo, y regresábamos a los estudios el
lunes a las 08.00 de la mañana. Con esto digo que las lecciones
sabatino-vespertinas fueron obsequio de Augusto, resultado de su
desprendimiento y liberalidad. Nadie le pagaba por ellas.
Esa primera reunión y las
subsiguientes, que fueron varias, se realizaron en el salón del segundo piso,
subiendo por las escaleras del lado de la Dirección, o sea entrando desde la
calle por la puerta principal y doblando a la derecha, segundo piso, que
quedaba sobre transición y daba al patio de mujeres, teniendo a espaldas la Calle
Alberto Secada y hallándose cercana y paralela a la de Paz Soldán.
Vista desde el patio
de mujeres hacia la puerta principal. En la época de nuestra
historia no existía la construcción moderna que se observa
a nuestra izquierda.
La tarde era tibia,
templada, como la mayoría de las del inicio del otoño chalaco. Nos llegaba el
rumor y aroma de la Mar Brava. Los ventanales del salón nos proveían de luz
predisponiéndonos a la receptibilidad y armonía espirituales.
Nos juntamos, pues, a la
hora prevista. Seríamos unos veinte alumnos los que aceptamos su invitación, y
Augusto, en esta primera clase en que principió su carrera de entrega,
abnegación y ofrenda a sus alumnos, nos habló de Piotr Ilich Tchaikovski
(1840–1893). Nos enteramos de su vida y obra, de su residencia en San
Petersburgo, capital, por entonces, del Imperio Zarista; de las características
de su música y de otras no pocas noticias que permitió hacernos idea del
personaje, su sociedad y época. A continuación, emplazó sobre la redonda
superficie del gramófono el disco correspondiente. Éste empezó a girar y
Augusto colocó el brazo de la aguja sobre su surco, empezando a escuchar el
concierto para violín y orquesta, que me magnetizó porque al sentir sus notas
supe que había estado esperándolo desde tiempos inmemoriales.
Las reuniones sabatinas
sucediéronse y ocurrió más adelante lo que por lo general acaece: cada semana
éramos menos los que asistíamos. Cuando quedamos sólo unos cinco o seis, o
quizás siete, aprovechando Augusto amistades de sus tiempos de cantante -en su
día ganador del Concurso Nacional de Canto Gran
Caruso, donde representó al Perú en Brasil (1951)-, consiguió entradas
libres de pago para el Teatro Municipal, gratis, sin costo alguno para los
alumnos, y nos llevó en grupo con el propósito que nos habituásemos con el
mundo artístico y la música. Así, las clases que se forjaron en abril de 1956
en el Colegio Santa Margarita del Callao continuaron en el aula del Teatro Municipal. Fue la primera vez que mis compañeros y
yo entramos en un teatro, práctica que continuó religiosamente, hasta que
nuestras filas fueron cada vez más ralas, más desiertas, y no quedó más que una
persona: yo.
Recuerdo aquel día que me
dijo:
- Ricardo ... en fecha próxima tocará en Lima el violinista boliviano
Jaime Laredo, joven de 16 años, virtuoso del violín, quien justamente
interpretará el concierto de Tchaikovski, ése que a ti tanto te gusta, ... ¿te
interesa? ... ¿quieres ir?
Mi respuesta fue inmediata y
positiva.
Llegado que hubo el esperado
día, me puse terno y corbatita para la ocasión, y, en la Plazuela de la
Independencia, frente a la Fortaleza del Real Felipe tomamos el colectivo que
nos llevaría a Lima. Al partir, de la forma que él solía hacerlo, abriendo ojos
tan redondos como pudo, miró a un lado y a otro como para que nadie oyera el
tremebumbo misterio que tenía que revelarme, púsose el dedo índice en los
labios, sin duda para asordinar las palabras, por mucho que nadie estuviera
cerca nuestro en ese instante y, como si me hiciera partícipe de un arcano secreto
que sólo él sabía, me confió:
- Antes de ir al teatro pasaremos por la casa de mi maestra Elvira ...
Quiero que la conozcas y ella te conozca a ti...
Su maestra Elvira era
chilena hermosísima, atractiva, muy femenina, tez rosada y ojos verdes, mujer
que había traspasado los cuarenta sin llegar aún a los cincuenta. Radicaba en
el Perú dedicada a la música, como excelente pianista que era. Elvira vivía a
escasos metros de la Plaza Dos de Mayo de Lima, en un edificio cercano del de
las Empresas Eléctricas. Subimos a su piso, tocamos la puerta de su
departamento, nos abrió e ingresamos en él. La recuerdo sonriente,
simpatiquísima, exquisita en su trato, refinada, culta. En algunos momentos
ella y Augusto miscelanearon sus
diálogos en italiano. Ambos eran gente de música, personas con sensibilidad
artística. Recuerdo que ella se puso al piano, y así, como ensayando,
interpretó el fragmento de una pieza clásica muy de acorde con el momento.
Tomamos la once, y con tan agradable
lastre estomacal nos despedimos, y Augusto y yo fuímonos caminando hasta el Teatro Municipal.
Jaime Laredo, efectivamente,
era hombre muy joven; no había dejado de ser muchacho. Nació en Cochabamba,
Bolivia, en 1941. Su figura era más bien gruesa que delgada. Apareció en el
escenario con su frac de rigor, con su corbatita michi, con gesto que era
sonrisa de confianza, nada soberbio, demostrándole al público que se sentía
feliz de estar allí y tocar para él. Luego de aplausos breves, poco
prolongados, se colocó el violín debajo de la barbilla, tomó el arco y fugaz,
muy fugazmente lo repasó sobre las cuatro cuerdas del instrumento; lo bajó y
dio a entender que estaba satisfecho y que podíase empezar la función. El
director levantó ambos brazos y, con la batuta en alto, la orquesta atacó con
las primeras notas del concierto. Poco antes del minuto, puesto que tan sólo
pasarían unos cincuenta segundos, en el instante oportuno Jaime Laredo, quien
habíase colocado nuevamente el violín entre barbilla y hombro izquierdo, empezó
a deslizar las cerdas de su arco sobre las cuerdas del instrumento, cuya caja
–comunicadas ambas tapas por el alma
que iba de la una a la otra– vibraba con la maravillosa melodía que ya yo
conocía merced a las clases que Augusto nos había impartido. Los sonidos fluían
logrando sorprendentes timbres, prodigiosas resonancias, singular dimensión.
Y llegó la apoteosis a los
siete minutos: el instante cuando solista y orquesta confluyen al unísono en
ese ataque arrebatador, apasionante, que para mí es cima y culmen de tan
hermoso concierto, ímpetu y arrobo que se repitió dos minutos y medio después
... Prosiguieron. El final fue triunfante: hubo aplauso prolongado,
prolongadísimo, que el violinista aceptó con múltiples venias. Llovieron flores.
Le obsequiaron ramos. Se ausentó del escenario y retornó una y otra vez, hasta
que de a pocos fueron apagándose las aclamaciones y el público empezó a
retirarse del recinto. Mientras tanto, aproveché para correr con el programa en
la mano, en el que figuraba su foto, y esperarlo antes que entrara en su
camerino, y me lo autografiara, como así hizo.
La referida fue una de las
muchas actuaciones en que Augusto y yo asistimos al Municipal. Otra de ellas me
trae a la memoria cuando hizo su presentación en Lima el por entonces mejor
intérprete de Federico Chopin: Witold Malcuzynski (1914–1977). Fue una matinal.
Aquella vez el Teatro no se hallaba a tope, por lo que tuvimos ocasión de
cambiarnos de asiento para captar expresiones desde distintos ángulos: la cara,
la nuca, el perfil, las manos.
Hay nombres que no logro
recordar, como el de dos músicos, franceses ambos, una mujer y un hombre, que
en distintas épocas nos deleitaron por separado con su maestría. La mujer era
una joven arpista, alta, espigada, esbelta, atractiva y sensual dentro de su
aspecto recatado e inocente. Apareció sobre el escenario vestida de vaporoso
traje largo, de tul azul tenue y transparente. Daba la impresión de tratarse de
ninfa de lago septentrional, o náyade emergida de heladas aguas de laguna
nórdica, o hada asomada inadvertidamente de bosques hiperbóreos abandonando
unos instantes a sus duendes amigos, que quedaron esperándola escondidos detrás
de los robles y abetos. Era un placer verla deslizar sus finos y largos dedos
sobre las cuerdas del arpa, pellizcándolas y arrancándoles armonías
insospechadas.
El otro de mi relato, el
varón, de edad intermedia, tocaba la flauta travesera, flauta fabricada en oro.
Fue la primera y única vez que he visto el oro transformado en flauta. Apareció
sobre las tablas para ofrecernos música de Wolfgang Amadeus Mozart y de Nicolò
Paganini.
Nuestras asistencias al
Teatro Municipal y a los conciertos servían de lecciones prácticas para que
Augusto me explicara los nombres y particularidades, el agrupamiento, orden,
colocación y disposición de los instrumentos de cuerda, viento y percusión que
intervenían, la posición del solista y la del director, que coordinaba toda
aquella fiesta de tan divinos sonidos que nos daba sensación de riachuelos, de
arroyuelos surgidos de mágicos manantiales, llevándolos a un cauce común, por
el que discurrían ágiles hacia el auditorio, extasiándolo.
Poco después, en el año 1957
Augusto y yo fuimos al Cine Tacna a ver Los
Diez Mandamientos, película dirigida por Cecil B. de Mille, con elenco de conocidísimas
estrellas del celuloide, cinta, como recordará quienes la hayan visto, de tres
horas y cuarenta minutos, cuya memoria he conservado con emoción y afecto.
Un día Augusto me llamó.
Púsose el dedo índice de la mano derecha sobre los labios, abriendo los ojos en
redondo según he dejado ya registrado, y me dijo:
- Pupo ... Tengo una noticia para ti ... Pronto se presentará el Ballet
Soviético en el Teatro Municipal, e interpretará El Lago de los Cisnes, ... ¿te
interesa?
¡Claro que me interesaba!
... Era justo lo que había estado yo esperando. Así, llegado que hubo el día
repetimos el viaje a Lima, la visita previa al departamento de Elvira, la once de costumbre: cafecito con
leche, tostadas y mermelada, y la caminata hasta el Teatro Municipal.
La gente lo llenaba en
platea, galería y balcón. El teatro estaba repleto. Se notaba expectativa y
expectación. Por lo que recuerdo, no había puesto libre. Nosotros trepamos
escaleras hasta balcón. Más arriba, en la cúspide de la sala, colindante con el
cieloraso, con el techo, había una
serie de covachuelas que Augusto me
explicó destinadas para las personas que cumplían duelo, luto por la
desaparición de algún ser querido. Hasta eso estaba colmado sin que allí
hubiera deudos con dolor alguno sino gente pletórica de alegría por hallarse
presente en ese punto geográfico. Tengo la imagen clara cuando nos sentamos
junto a un italiano residente en el Perú (que era italiano lo supimos casi a
continuación de llegar y acomodarnos junto a él), quien, haciendo tiempo antes
que levantaran el telón, se puso a hablar con Augusto en su lengua materna,
siendo uno de los temas el excelente calzado que Italia fabricaba. Para muestra
y demostración este hijo de la Península Itálica levantose las bocamangas del
pantalón y nos descubrió unos zapatos que seguían enteros luego de cuatro años
de constante uso, según su propia declaración.
Se presentaba el Ballet
Soviético al frente del cual hallábase su coreógrafo Vakhtang Chabukiani
(1910–1992), quien por entonces era hombre de cuarenta y siete años. ... ¿Qué
puedo agregar a lo que ya se ha dicho de conjunto y obra de tanta nombradía?
Para mí fue todo maravilloso, y dejó huella en mi sensibilidad, en lo interior
y lo profundo de mi corazón y de mi mente. Hago mención que poco antes de esta
fecha había visto la película de El lago
de los Cisnes, también soviética, en el Cine
Bijou de Lima, adonde fui con mi amigo José Félix Ontaneda Ampuero, a quien
siempre consideré maestro, y a quien tanto debo. En su debida oportunidad haré
semblanza suya.
Años después, cuando
cumplimentando una beca de estudios viví en la capital soviética (1967-1968),
pude nuevamente ver El Lago de los Cisnes
tanto en el Palacio de los Congresos del Kremlin como en El Gran Teatro de
Moscú (Bolshoi Teatr). En febrero de 1968 lo gocé también en el Teatro Estonia
(Tallinn).
Tampoco olvidaré la vez que
ambos fuimos a ver El Sueño de una Noche
de Verano, obra de Shakespeare montada en el Teatro Municipal por José
Durand Flores. Recuerdo personajes como el duende Puck; la reina de las hadas,
Titania; de Chicharrillo, Telaraña, Polilla, Mostaza y demás gente menuda
deambulante por los bosques nórdicos.
Abriendo paréntesis para
hacer un comentario adicional, su título completo en inglés vertido al
castellano sería El Sueño de una Noche de
Medio Verano. ¿Por qué de medio
verano? La respuesta radica en que para los pueblos antiguos de esta parte de
Europa el verano comenzaba el 01 de mayo y, consiguientemente, el medio verano era la noche y día de
San Juan Bautista (23–24 de junio), época del año con noches blancas, con
sucesos mágicos en las espesuras de los bosques, donde los geniecillos, elfos y
espíritus traviesos mataperrean vivarachos por entre el follaje.
No puedo no dejar constancia
de la ocasión en que fuimos a escuchar un concierto en el Club Lawn Tennis de
la Exposición. Entramos por la primera cuadra de la Av. Salaverry. La orquesta
ocupaba la concha acústica, y frente a ella se extendía un amplio jardín,
entonces lleno por el público. Todo empezó normal. Poco antes que se
incrementara la intensidad de la pieza musical, con voz queda le pregunté a
Augusto:
- ¿Has visto que alguna vez se le volara la batuta al director?
- No –me contestó él–... jamás
he visto tal cosa.
Ni siquiera transcurrieron
tres minutos cuando por un movimiento enérgico del director salió volando la
batuta por los aíres cayendo al jardín cercano. Segundos después, uno de los
violinistas se levantó, la recogió del suelo y se la devolvió. Augusto volteó
la cabeza, mirome y me dijo:
- Pupo ... ¡eres adivino!
Regresemos al Callao y al
Colegio Italiano de aquellos tiempos de la juventud de Augusto.
Desde sus primeras clases notamos
que durante ellas nuestro Maestro sacaba de una bolsa un termo con infusión de
manzanilla, llantén o culén. Vaciaba parte del humeante contenido en el mismo
vaso desenroscado que aseguraba el termo e iba sorbiéndolo a lo largo de la
lección. No mucho después supimos que padecía de cierta úlcera estomacal.
Pasado ya el tiempo, me enteró que esa indisposición habíala adquirido cuando él
era adolescente: su madre exageraba las bondades del bicarbonato, y le obligaba
tomarlo con más frecuencia de lo aconsejable.
Siendo, me parece, el año de
1958, Augusto me comunicó que se iría a Europa, concretamente a Italia, con
ayuda de asignación otorgada por el gobierno del Perú. Objeto: seguir cursos
relacionados con el bel canto. Su
partida estaba prevista para fecha próxima.
Por entonces todavía la
gente masivamente viajaba por mar, y él lo hizo en el Amerigo Vespucci, buque de pasajeros de la Società Italiana di Navegazione, que hacía la carrera entre Génova
(Italia) y Valparaíso (Chile), tocando puertos intermedios, entre otros el de
Colón –Canal de Panamá–, Guayaquil y El Callao.
Para la fecha indicada
fuimos al muelle a despedirlo. El buque, de casco y cubierta blancos, se
hallaba acoderado a uno de los espigones, bien amarrado con gruesos cabos a las
varias bitas previstas para tal efecto. Había verdadera muchedumbre de
viajeros, y más aún de todos aquellos que se personaron para desearles suerte y
pronto retorno. La madre de Augusto lloraba desconsolada y se sujetó a él en
los momentos previos a que éste ascendiera a bordo por las escalerillas del
barco. Eudoro, hermano mayor de Augusto, la consolaba diciéndole que lo dejara
ir, que nada le pasaría, que iba a estudiar y que la lejanía le convendría para
su propia madurez:
- Deja al muchacho, mamá ... ¡que se vaya para que se haga hombre!,
la animó –cariñosa reconvención que no logró serenarla–.
Entre nosotros, un tanto
perdida en el grupo, llorosa, discreta, vertiendo lágrimas en silencio,
dominada por tristeza estoica disimulada por mohín que quería aparentar
sonrisa, hallábase la maestra Elvira, la de las visitas en su departamento, con
conversaciones en italiano, con música de piano y onces con tostadas untadas de mermelada, que antecedían a nuestras
asistencias al Teatro Municipal. Fue la suya un adiós con más mensajes visuales
y ópticos que orales. Al final, Augusto se abrazó con todos nosotros y subió
las escalerillas colocándose en la amurada de la nave junto con los demás
pasajeros, posición en la que se quedó hasta que ésta soltó cabos, fue separada
del espigón por los remolcadores, y partió dirigiendo su singladura hacia el norte.
Aparte de este viaje Augusto
realizó otros dos a Europa. En el primero de ellos regresó con una barba
espesa, tupida, larga, que le hubiera dado aspecto de artista renacentista de
no haber parecido más musulmán de siglo XX. Vino con una colección de pipas
italianas, fumando tabaco holandés: Clan, Amsterdamer o Amphora. De allí fue
que, cuando dejó de trabajar en El Callao y emigró a Lima, sus alumnos del
Carmelita lo apodaron con el sobrenombre de Pipo.
En el Santa Margarita del Callao únicamente se le conoció como Beethoven.
En el tercer y último
desplazamiento a Europa no trajo pipas ni tabaco sino un frío persistente en la
imaginación, ello porque el avión tomó ruta que pasó por Reykjavik (Islandia)
...:
- ¡Qué desolado, Pupo! ... ¡Qué terrible! ... ¡Qué frío tan espantoso!
... ¡No sé cómo puede vivir la gente allí! ... ¡Pobrecita!
Aparte de su actividad
docente, con Rafael Prieto Velarde al piano, y el checo Josef Mezsaros al
cello, Augusto formó un trío. El trío presentose también en la sala del Concejo
distrital de Miraflores: El miércoles 29 de marzo (1967) lo hizo con música de
I. B. Marcelo, Giuseppe Domenico Scarlatti y J. S. Bach, y, en el mismo lugar,
unas semanas después, el domingo 7 de mayo, con variado programa de creaciones
de Scarlatti, Monthreuil, Cotin, Lulli, Gluck, Marais, Monteverdi, Gasparini y
Mozart.
El viernes 8 de noviembre y
domingo 10 del mismo mes (1968), con la Orquesta Sinfónica Nacional, bajo la
dirección del maestro José Carlos Santos, en La Casa de la Cultura del Perú
cantó piezas de Mendelssohn, Mozart y Schostakovitch.
Retorno al método de
enseñanza de nuestro inolvidable Maestro: Augusto fue siempre partidario que el
adiestramiento del educando debía impartirse paralelamente en el ámbito teórico
y práctico, para lo cual convirtió en costumbre las visitas a cuanto objeto
pudiera servir para tales fines, como recorridos por calles, plazas y
plazuelas; visitas a iglesias, casonas, bibliotecas, museos, pinacotecas,
galerías, salas de exposiciones donde se exhibiera colecciones que
contribuyeran a la formación integral de sus alumnos. De esto pueden dar fe
todos aquéllos que tuvieron la fortuna de estudiar bajo su dirección. No
contento con ello, años después, cuando se desempeñaba de profesor en el
Colegio de los Carmelitas de nuestra capital, donde montó obras teatrales y
zarzuelas, se dio a la tarea de escribir un libro, el que apareció una sola
vez, la primera edición, que se terminó de imprimir en Lima el 13 de mayo de
1983 y llevó por título: APRECIACIÓN ARTÍSTICA. Curso dictado en el
Colegio "Nuestra Señora del Carmen" para la Sección Secundaria.
Encabézalo dedicación lacónica: A mis alumnos.
Todo libro, estudio,
artículo o lo que fuere salidos del pensamiento y de las manos de los hombres
será siempre incompleto, pero en relación con su propio autor alcanzará
definitivo remate y acabado sólo con la muerte de éste. Así también podemos
decir de nuestras narraciones, como la presente: vendrán otros y complementarán
los testimonios y/o nos ofrecerán nuevos, inéditos; enfocarán aspectos que por
olvido, ceñimiento al plan establecido, descuido o limitaciones de espacio y
tiempo, o desconocimiento, dejamos de tomar en cuenta y de registrarlos. Éstos
los completarán, perfeccionarán y enriquecerán. No obstante ello, independientemente
de lo imperfecto de mi trabajo, sostengo, reclamo y reivindico el derecho de
primogenitura de discípulo suyo.
El
coro mixto de la Escuela Elemental, organizado por el profesor Augusto del
Prado (de espaldas, con terno
oscuro, a nuestra derecha).
Al
piano la señora doña Luisa Brambilla de Altet
Ricardo E. Mateo Durand
Miércoles
18 de abril de 2012
Tartu
– Estonia
El Callao – Perú
Augusto del Prado que bien que murio ese depravado yo tenia 8 anos timido,inocente, alunno (en el colegio italiano del Callao) de ese sinverguenza, agarraba mis gluteos y ponia mi mano en sus partes, se excitaba conmigo,Dios ya hizo justicia, me consta que nunca se arrepintio y estoy seguro que se esta quemando en el fuego eterno del INFIERNO, yo lo perdone hace muchos anos pero, si, que perturbo mi vida por mucho tiempo,yo estoy seguro que no fui la unica, victima de ese depredador sexual,los tiempos han cambiado, en los anos secenta era tabu hablar de eso y uno se quedaba callado por miedo y verguenza, nunca lo enfrente ni me vengue y deje que Dios lo haga por mi, el dijo : La venganza es mia Que el senor Jesus le de traquilidad a su familia, Amen.
ResponderEliminarYo naci en 1935 soy coetáneo con Augusto – A mi también me dio por la ópera en 1951, con ocasión del concurso El Gran Caruso a raíz del estreno de la película homónima que lanzó a la fama a gran Mario Lanza. Yo estudiaba canto con el profesor Alejandro Liziola en 1953-54 en la calle Grau en Miraflores. Liziola me aseguraba que yo era tenor pero yo le porfiaba que era barítono – Alli planté la música e ingresé a la UNI. (después de seis décadas hasta ahora no se qué soy. De repente soy bajo). Liziola me contaba que él viajo a Rio de Janeiro acompañando a Augusto del Prado, quien se presentó con la canción del Toreador de la Opera Carmen y salió en segundo lugar – el primero creo que lo gano un tenor brasileño. Pasaron las décadas y un día - debe haber sido en 1982, con ocasión del Día de la Madre, mi Logia, Independencia 31 del Callao (yo soy Barranquino) organizó un homenaje a nuestras esposas en casa del Dr. Guillermo Campos, miembro también de la Logia y me pidieron que recogiera a Augusto del Colegio Carmelitas y lo llevara al Callao a la reunión. Allí organizamos un pequeño concierto.
ResponderEliminarRespecto a la señora Elvira, fui amigo y admirador de don Manuel Calcagno, que con el seudónimo de Mario D’Alba tenía en 1955 un programa de óperas por las tardes en Radio Mundial, Jirón de la Unión. Un día me llevó a su departamento (frente al Cine Central) y tuve el gusto de conocer a su esposa, la señora Elvira, gran pianista de esa época, Por entonces, yo había comprado en Nueva York la partitura completa piano y canto de la Opera de Rossini “Guillermo Tell” – recuerdo que me vino en italiano y yo la quería con texto en francés. Se lo comenté al Sr. Calcagno y el me dijo que la tenia en francés y me la prestaria. Entonces sabiamente decidimos intercambiarnos las partituras. Luego ingresé a la universidad y a ejercer mi profesión y me olvide de la música- Recien ahora de viejo (82 años en este 2017) me ha dado por la opera de nuevo. Realmente apreciaría mucho recuperar la partitura italiana del “Guglielmo Tell”. Don Manuel seguramente ya ha fallecido.