domingo, mayo 27

Narraciones Porteñas : La Pulpería


LA PULPERÍA

La Pulpería de El Chino de las Tres Puertas y La Plazuela de Paita-Libertad vistas desde la Calle Bolivia.
A nuestra izquierda, Libertad; a nuestra derecha, Paita.
(Archivo Humberto Currarino - El Callao)
Tradicionalmente, con este nombre -pulpería- se conoce a la tienda que vende diferentes géneros para abasto y provisiones, por lo general frecuentada por las familias de una calle o de un barrio determinados. Una de las más conocidas del Callao, al menos en su viejo perímetro, fue la de El Chino de las Tres Puertas, a la que en otras ocasiones me he referido, y aún me referiré cada vez que me acuerde de ella y necesite nombrarla. Quedaba y queda justo al frente de mi casa natal y forma parte de mi vida. Aludiendo a este establecimiento diré que a El Chino de las Tres Puertas simultáneamente en algún momento lo nombraron Tienda de Enrique, o Tienda de Moisés e, inclusive, Tienda de Guachín, según fuese el hijo del Celeste Imperio que se hallaba al frente de su administración o fuese de sus personajes más conspicuos o representativos. Siendo adolescente, según escuché de sus propios labios, al menos todos o la mayoría de los de mi tiempo -me refiero a los que allí vivieron y trabajaron-, llegaron desde China continental evadidos por Shanghai o por Hong-Kong.
Mis recuerdos de Enrique son muy lejanos. Yo era niño cuando su alma voló a la mansión paradisíaca de sus antepasados y ancestros amparado con el salvoconducto doctordelpiniano. Era un oriental dosificado y promedio: ni alto ni bajo de tamaño; de contextura ni gordo ni flaco; de tez lisa, tersa, pulida, lustrosa, amarillenta y un tanto cerosa, por lo que no se le podía calificar de incoloro. No sé si fue inodoro, pero de ninguna manera insípido. Por la cara algo tenía de filósofo de la época de la Dinastía Qin. Era dueño de calvicie que sólo le había dejado unos pelos en el occipucio. Poseía cara risueña a toda prueba: sonrisa que nunca se esfumaba de sus delgados labios, y que, ni dormido, seguramente, se le desdibujaba ni desvanecía de la boca. Consustancial a su personalidad fue la amabilidad en su trato. Había aprendido el castellano, no sólo el preciso de pesos, números, medidas y precios para evitar que lo embaucaran, sino también el coloquial, que le servía de nexo comunicativo con sus parroquianos, por el que les trasmitía sus ideas y, sobre todo, enterábase qué es lo que ellos desean y servirlos en el acto. En China como en El Callao se da por hecho que la razón pertenece al cliente.
En cierta malhadada oportunidad a mi abuela Lucha le salió sietecueros en el dedo pulgar de la mano derecha, eso que los médicos llaman panadizo, aunque nadie les entienda a qué se refieren. Hablando oscuro e ininteligible los médicos cobran más, y, con el mismo método de parlotear sin decir nada, los iluminados y videntes les hacen creer a los inocentones que profetizan, fuente ésta de las mil y una doctrinas desparramadas por el mundo. Estando, pues, mi abuela en la tienda, comprando, a través de sus ojillos rasgados Enrique se percató de lo que padecía:
- ¿Qué tienes en la mano?, ¡dímelo pol favol!
- Ay, Enrique: me ha salido sietecueros que me hace ver a Judas calato.
- ¿Sietecuelos? ... Ju ... ¿Ju qué? ... ¿calato? ... Pala vel, déjame vel lo que ahí tienes – y extendió ambas manos para tomar la de mi abuela –.
Sujetó entre las suyas la extremidad sietecuereada, la observó detenidamente y le pidió que regresase dentro de media hora, tiempo en el que había preparado ungüento que, por lo que recuerdo del comentario que entre ellos se suscitó, y que mi abuela repitió en la conversación de sobremesa que le siguió al almuerzo de ese día, era mezcla de miel, canela, clavo de olor y otras especias de Cipango, bálsamo también conocido de su vecina la antigua Catay.
- Hay que untal (untar) esto en el sietecuelos y aglegal-le una lajita de tomate, pala luego amaláltelo con un tlapo, de tal manela que no se te caiga ... Mañana velemos cómo le fue a esa mano.
- ¡Gracias, Enrique! ... ¡muchas gracias!
-No hay pol qué agladecel
A la mañana siguiente le había ido bien: redújose el dolor, disminuyó la hinchazón y le regresó el alma al cuerpo a mi sufrida abuela.
¿Sería por el 1952 o 1953? ... No tengo claro en qué momento se desvaneció la figura de Enrique. Enlique, lo llamaban los parientes que allí vivían y trabajaban cuando rara vez entre ellos hablaban castellano. Se esfumó, pues, dejándole lugar a su compatriota Moisés. Ignoro, asimismo, cómo se llamaban Enrique y Moisés en su lengua nativa, seguramente en chino mandarín, pero para facilidad en la identificación de nuestro barrio, Enrique era Enrique y Moisés, Moisés.
Calle Libertad a la altura de la sexta cuadra
El gallinero de don Humberto Maggioncalda sobre la Pulpería
Archivo Humberto Currarino - El Callao
Este último, en ciertos aspectos fue la otra cara de la medalla. Moisés era un poco más alto que Enrique, también frente amplia pero sin que se le corriera hasta la nuca, y cabellera dura, parada, erizada, trinche como le dicen en el Perú. La multitud de canas habíanle acorralado y asfixiado los pocos pelos negros que aún le quedaba sobre la mollera, batiéndose éstos en retirada y próximos a su desaparición definitiva. Su gesto habitual era adusto, severo, austero, hierático, impenetrablemente serio sin dejar por ello de ser cortés. No me acuerdo que alguna vez riera: cuando quería hacerlo esbozaba una mueca, que en él significaba carcajada a quijada batiente. Eso era todo. Fumaba eterno cigarrillo que desprendía perenne humo gris, apéndice blanco encajado en su boquilla, cuyo color original por aquella época era ya imposible establecer. Los dientes, dedos y uñas – éstas largas como las de Fu Man-chú –, hallábanse teñidos de tonos azafranados y marrones, inclusive negros azabachados. Fumaba y meditaba mientras perdíanse las volutas de humo disolviéndose en el aire, como seguramente se disipan las ideas entre los pliegues cerebrales. Daba la impresión de hallarse sumido en profundo ensueño -plofundos poltentos y plodigios-, pero esto era sólo apariencia porque desde su observatorio poseía la capacidad de verlo todo, aunque los sucesos se desenvolviesen en las más desperdigadas direcciones, inclusive por la retaguardia. Apoyando los codos solía sentarse en la parte de atrás del mostrador, hacia el tabique que separaba la cantina y la parte que más cerca estaba de la Calle Libertad, lugar desde el que de manera automática, con exactitud de reloj suizo, hacíase presente cuando las circunstancias comerciales o sociales se lo exigían.
Acceso por la Calle Libertad
Archivo Humberto Currarino - El Callao
Como nada es eterno en este mundo llegó el instante en que Moisés pagara tributo a la Madre Naturaleza, suceso que pudo ocurrir allá por el 1960, o más adelante. Para los efectos de nuestra historia quizás resulte secundario especificar el año preciso. Recordemos el hecho mismo, cuando Moisés pasó a ser alma de la otra vida.
Esa noche, como era habitual, los muchachos del Barrio habían estado jugando. Frecuentemente ocurría que se metían en la tienda de El Chino de las Tres Puertas para esconderse en los discretos rincones que los mencionados portones formaban cuando estaban plegados. Usaban la tienda porque para ingresar y salir disponían de más de una elección, permitiéndoles esquivar la vigilancia del compañero que la llevaba en las escondidas. Ante irrupciones tales exclamaban los chinos:
¡¡¡Calajo, muchachos de mielda, no jolel pol aquí ... Váyanse a jolel a otlo sitio ... Pol la puta madle !!!
Unas veces adentro y otras afuera, afuera la mayor parte del tiempo, siguieron esa vez jugando en la Plazuela de Paita-Libertad, cuando fue de notar que a hora tan temprana, inusitada y desacostumbrada –serían las 8.00 de la noche–, intempestivamente cerraron las puertas de la pulpería. Pronto se difundió la noticia que Moisés había sufrido un síncope, un ataque.
Juagando en La Plazuela de Paita - Libertad
Archivo Humberto Currarino - El Callao

Desde mi casa y balcón nos pusimos a observar el interior del establecimiento, cosa practicable desde donde yo vivía: el análisis se verificaba precisamente porque desde el segundo piso era posible ver el interior de la pulpería a través de unas cocadas de metal colocadas en marcos de medio metro de anchura, limítrofes al dintel, especie de celosía que se extendía de jamba a jamba, trama constituida sobre los portones plegables. Sin obstáculo pudimos mirar adentro, dominando con ello gran parte del mostrador, que era justo donde habían echado al desvanecido Moisés.
Observatorio desde el balcón - Casa natal
Foto de 1946, propiedad familiar del autor del artículo
El doctor del Pino no se hizo esperar. Como en alguna otra ocasión dejamos registrado, el doctor del Pino vivía cerca del taller del inventor Morales, de la carbonería del señor Garcés y de la vinería de don Domingo Cánepa. Llegó presuroso, llevando en la mano su maletín de médico, del que extrajo el estetoscopio. Le desabotonaron la camisa a Moisés. Auscultó el cuerpo, el pecho, las espaldas. Como los latidos cardíacos seguramente no se dejaban oír ya, entonces le colocó un espejito cerca de la boca y nariz, y aguardó varios segundos... ¡Nada! ... Vimos a la distancia de diez metros el gesto contrariado del doctor del Pino ... Hizo un lento meneo de cabeza. Guardó sus instrumentos de oficio en el maletín de donde los había sacado. Con movimientos pausados tomó su pluma fuente, la destapó y encajó la tapa en la parte trasera del lapicero, para trazar luego en su cuadernillo el respectivo documento certificando el óbito repentino de Moisés.
Acceso por Libertad
Archivo Humberto Currarino - El Callao

Con el deceso de Moisés la tienda quedó en situación indecisa y, tiempo después, cerrada por cierto período, circunstancia que, para evitar el olvido absoluto que causa la muerte, aprovechamos en pasar a su interior y recorrer los espacios pulperílicios. Antes, sin embargo, refirámonos a Guachín.
La llegada de Guachín a los predios pulperiles coincidió más o menos con el tránsito de Moisés al país de los calvos y su mudanza de Libertad a su residencia en uno de los cuarteles del Baquíjano.
Las crónicas chalaquensis guardan silencio sobre su nombre en chino y en castellano, por lo que el de Guachín salió de las aguas sacramentales del mismo Barrio, que es tanto como decir, de la agudeza de los vecinos.
Guachín era por entonces asiático joven, delgadito, sonriente, de un metro setenta de estatura. Caminaba dando saltitos, y no nos hubiera sorprendido que fuera en el Barrio donde se cortara la trencita con lazo rojo, en el caso que desde China hubiese llegado con coleta. Al avanzar, pues, a pasos cortitos, las extremidades locomotoras mostraban tendencia a separarse, fenómeno que se notaba sobre todo en las rodillas, mientras los brazos, acompasadamente, oscilaban en amplitud tal que se alzaban hasta la altura de los hombros, como si sólo por la parte superior del cuerpo estuviese desfilando a paso de ganso y a ritmo de allegro vivace. Tanto dentro como afuera de la pulpería calzaba sus pies con pantuflos o chinelas marrones, dejándole ver por el talón los colorines de las medias. Su incremento de volumen corporal evolucionó concomitante a su aprendizaje de la lengua vernácula, del castellano, que, en lo fundamental para el negocio, se verificó en tiempo récord. Como no disponemos de foto suya, adaptándole las particularidades descritas en estas líneas, el lector imaginativo podrá representárselo con sólo recordar al Chop-Chop del Halcón Negro.
Vamos ahora a la Pulpería.
Axioma, o sea proposición tan clara y evidente que no necesita demostración, es que con este nombre de El Chino de las Tres Puertas se le conozca a El Chino de las Tres Puertas. Salta a la vista sin investigación alguna, que el establecimiento posee igual número impar de entradas y salidas, y nada más. La primera era la que daba a Libertad, coincidiendo con mi casa con sólo cruzar la calle del mismo nombre; la segunda, la del medio, la frontal, la que se abría a La Plazuela de Paita-Libertad; la tercera, la que da acceso desde la misma Calle Paita. Que yo sepa, ni por el subsuelo ni por el techo había escapada. Por los aires tenía su reino gallineril el señor don Humberto Maggioncalda, donde, además, criaba palomas de todo tipo, todas con incontingencias estomacales -mierditis jodiendis-, propensas a descargar el vientre las 24 horas del día, de tal manera que no era precisamente maná lo que nos llovía del cielo. Dicho esto ingresemos por la puerta de la Calle Libertad.
Para internarnos en la tienda de El Chino de las Tres Puertas había que descender las escaleritas que existían junto a cada portón, escalinatas de sólo tres peldaños, sobre las que los muchachos de cada día, y los borrachos consuetudinarios sabatinos y dominicales, utilizaban para colocar sus posaderas y adormecerlas dejando pasar las horas muertas. Era allí donde el estibador McKeboy, ambos hermanos Taboada –del gremio de San José el marido de María–, Jacobo el Leñador -de oficio indefinido-, y demás miembros prominentes de aquella comparsa cuya descripción circunstanciada sería ardua tarea, sostenían ilustradísimos y enciclopédicos discursos que bien pudieron ser causa y origen de aquel refrán que afirma: cuando dicen lisuras las putas viejas el diablo se tapa las orejas.
No bien descendidas las tres pequeñas gradas, que, como indico, creaban desnivel entre la acera de las calles con el interior de la tienda, hallándose esta última más abajo, poníamos los pies sobre el enlosetado o embaldosado del piso, pasadizo que determinaba el largo y ancho existentes entre el mostrador y los mencionados portones –cosa de diez metros por dos metros y medio, respectivamente–, portones de dos hojas que se abrían y cerraban plegándolos y desplegándolos a ambos lados en sus partes componentes, que eran como tres, abisagradas las unas con las otras, las que, recalco, les servía a los muchachos para ocultarse cuando jugaban a las escondidas.
El embaldosado era de losetas antiguas, cuadradas, de 25 a 30 centímetros de lado, de ésas que, por hacer gala de vetustez la gente de espíritu achaflanado y cerril las cree inservibles, pero en realidad son hermosísimas. Cuando tipos de inteligencia obtusa llegan al puesto de alcalde o concejal del municipio se dan a la tarea de sacarlas de las veredas para reemplazarlas asfaltándolas, para, dicen, remozar la ciudad.
En un principio y por muchos años el mostrador fue en su totalidad de mármol gris claro, asentado sobre noble madera de roble. Más adelante, hacia el extremo de la Calle Paita se modernizó al sustituirlo por uno de superficie y lado lateral de vidrio -tanto en su plano superior como en el perpendicular, que daba al público-, dándosele la misión de servir de vitrina. Ganaba como escaparate pero perdía en solidez. Al frente del mostrador había también otras dos vitrinas que se alzaban desde el suelo hasta el techo, vitrinas-pared que daban a La Plazuela de Paita-Libertad, divididas por el portón central.
En estas dos, como también en la vitrina-mostrador, exhibíanse las mercaderías más sugestivas que uno pudiera imaginarse, que no eran otras que las venidas del Lejano Oriente: múltiples artefactos para el hogar; máquinas de afeitar de las antiguas, con sus respectivas hojitas de navaja que todo el mundo solicitaba por el nombre de gillette; y de las otras, las que poseían mango y se abrían: empleadas por peluqueros profesionales, sobre las que asentaban y repasaban en cinta de cuero grueso y largo, especial, que colgaban de las sillas donde los rapistas sentaban a sus clientes listos para el cardado, carmenado, trasquilado y esquilado. También, collares con abalorios coralinos; bomboneras de porcelana, polveras de nácar del Golfo de Tonkín, cajitas de chapas con tapas de concheperla, joyeritos de ámbar y guardapelos de madreperla de la Cochinchina; abanicos de papiro con pekinesas sonrientes; Budas hidrópicos con el tercer ojo ubicado en el huequito del ombligo; cofrecitos de laca de Malaca; boquillas con incrustaciones de marfil para cancerosos por tabaquismo, de marca Buenamuelte; armas punzo-cortantes adamasquinadas para japoneses con ganas de hacerse harakiri; jarros, termos y platos con ilustraciones de motivos mandarines –arbolitos con pajaritos, casitas campestres echando humo por sus chimeneas–; campesinos y semovientes labrando campos –arte plana: ilustraciones sin profundidad ni perspectiva–; alpargatas, pantuflas y botines; pañuelos para viudas alegres y abandonadas tristes; vinchas y medias para novias casaderas y muchachas en edad de merecer; palos para tender la ropa y para comer arroz chaufa; chalinas y pañolones, corbatas y mil artículos más.
Típica bodega de comerciantes orientales en el Callao
Archivo Humberto Currarino - El Callao

Las corbatas de colores complementarios: las de azul profundo ostentaban rayas anaranjadas; las de verde intenso, vetas de color rojo relampagueante; las de amarillo pato, rayos matizados de violeta que hacían la envidia de los artistas más surrealistas y chiflados que por entonces andaban sueltos por El Callao. Engalanarse con una de ésas y salir a lucirla por la Calle Lima era como invitar a médicos psiquiatras a echarle el guante al intrépido y que lo enfundaran en camisa de fuerza convirtiéndolo en pensionista del Larco Herrera.
Viendo las cosas a la distancia del tiempo y del espacio causa extrañeza y perplejidad cómo los hijos de la milenaria China se dieron maña para acomodar tanto en tan escaso ambiente ... ¿Sería ciencia oriental antigua que al mismo tiempo dos cosas ocuparan un sólo y mismo lugar en el espacio?
Hacia el otro lado del mostrador estaba el corredor que utilizaban los discípulos de K´ung-fu-tzu (Confucio: Maestro Kong), y Lao-tse (Viejo Maestro), para moverse como cerrojo, de aquí para allá y de allá para acá, atendiendo al público. A espaldas de ellos erguíase un aparador de largo a largo, donde yacían en línea y formación disciplinadas los casi veinte frascos blancos y transparentes que guardaban chocolates, caramelos de perita, de limón, de menta, de anís y otros; galletas Chaplín, galletas de soda y galletas de vainilla; chicles Adams y Bazookas, que venían con su papel encerado y dibujitos de historietas; fideos, arroz, azúcar, café, etc. Cuando los chinitos despachaba caramelos agarraban un trozo de papel blanco y lo ponían en la palma de su mano izquierda; luego, con los dedos de la derecha crispados en rastrillo, más poderosos que horquilla de acero, escarbaban entre el montón de golosinas que allí había, y separaban las melosas unidades unas de otras, depositándolas en el mencionado pedazo blanco para, a continuación, entregársela al usuario. Eran tiempos de microbios, bacterias, bacilos, protozoos, gérmenes, microorganismos y virus inexistentes, porque con las mismas manos y dedos que despachaban lo pegadizo y amelcochado también recibían el importe de la venta, entregaban el vuelto y se rascaban el orificio somático que fuera.

Otro típico modelo oriental de Pulpería en el Callao, con su Salón de Té
Detrás de tan rígida y disciplinada formación de frascos, todos del mismo tamaño y de la misma forma, todos con sus tapas del mismo material donde en el centro había una perilla sujetadora para manipularla, había otra vitrina de suelo a techo pegada a la pared, como la que recién he referido, pero con botellas de pisco, vinos, mentas y demás licores, bajativos y emborrachativos. La mencionada pared separaba a la tienda de la trastienda, o sea del depósito de abarrotes que simultaneaba de dormitorio y residencia de los tres o cuatro chinos que constituían esa sociedad basada en la etnia, parentesco e interés comercial.
Para el lado de la cantina, concretamente de Libertad, había una moledora de café, de fuselaje color rojo, y cuyo sonido al moler y olor del café machacado hasta ahora me acompañan con sólo pensar en ellos. El café triturado aterrizaba en el depósito barrigón, accesorio de la máquina, donde lo tomaban por el mango. El contenido se echaba sobre trozo de papel blanco acucuruchado y dispuesto previamente en el platillo de la balanza.
Acceso por Paita
Ventana grande con postigo para atención exclusiva en circunstancias de reposo
Archivo Humberto Currarino - El Callao
El extremo que daba hacia Paita era sólo pared angosta, donde existía una ventana grande que siempre permaneció cerrada a cal y canto, salvo la partecita inferior, especie de postigo, por donde en caso excepcional atendían al comprador que tocara por urgencia cuando la tienda se hallaba de asueto. Contigua a esta pared, límite de la chingana por los lados sur y norte de la rosa náutica, había sendas puertas que daban acceso a las cámaras íntimas de los chinitos, donde convivían con las rumas de sacos de harina, de arroz, de azúcar, de menestras y carapulcra, de conchuelas y vitaogo para las gallinas; con las cajas unas sobre otras: amarradas cajas y rumas a modo de pared de ladrillos. También las había de aceite y de vinos, de ésos que provocaban urticaria, erupciones y sarpullidos cutáneos, siempre y cuando el catador no perteneciese a la cofradía de los Taboada, de los Jacobo ni de los del guarapero empedernido de McKeboy el Lisuriento. Ingresaremos también en estos aposentos recónditos y privados, pero antes hablemos un poco más de lo que todavía nos falta decir de lo había afuera.
Afuera, refiérome nuevamente al corredor de despacho, contiguo a la hilera de frascos blancos y transparente de los dulces y golosinas de los que ya hablamos, también hacia la Calle Libertad, había un armazón grande, poderoso, compacto, ciclópeo, de cuerpo marrón, con dos puertas superiores y otras tantas inferiores sujetas por relucientes bisagras de metal bruñido, que no era otra cosa sino el cuerpo, el cuerpazo de una señora refrigeradora de amplísima capacidad, que, en caso de hecatombe nuclear hubiérasele podido utilizar de bunker anti radiactivo.
Los dichosísimos tiempos que relatamos, en comparación con los actuales, se caracterizaban por la existencia de menor cantidad de electrodomésticos, como refrigeradoras, lavadoras, tocadiscos, teléfonos, etc., en posesión del vecindario. A fin que el trozo de carne o pescado que al día siguiente nadarían solitarios en la sopa no adquiriesen olor detestable ni menos se agusanaran, o el contenido lácteo de la mamadera del muchacho no se convirtiera en requesón fresco por efectos del calor, las familias llevaban sus viandas adonde el chino, que, acto seguido tomaba el consabido pedacito de papel blanco de despacho, apuntaba el nombre y dirección de su propietario, y con movimiento cercano a la velocidad de la luz lo pegaba con un sólo sopapo en el fragmento de carne, si era carne, de pescado, si pescado, abría las fauces de la refrigeradora y confiaba la comida a esas invioladas profundidades. Vamos ahora a la cantina adyacente.
Se ingresaba en ella por la puerta que quedaba al lado del portón de la Calle Libertad. La puerta de la cantina era de vaivén. Se extendía desde la altura de la barbilla de cualquiera de los borrachines habituales hasta las pantorrillas de los mismos beodos consuetudinarios. Para los de menguado tamaño, como las criaturas, lo que adentro ocurría podía ser visto como si presenciara película desde mezzanine. Allí se daban cita las ya nombradas egregias celebridades. De vez en cuando, alguna que otra dama del Barrio, o de barrio de los alrededores aceptaba la invitación para mandarse su andanada bielas. Evitaré consignar nombres: la discreción ante todo. Cuando el entusiasmo etílico aumentaba entre los participantes de ambos sexos democráticamente sucedíanse escarceos, devaneos, flirteos, manoseos, sobaduras, tanteos, toqueteos, palpamientos, pellizcos, mordiscones, alzadas, paleteos, maroqueos, punteos, contrapunteos, sondeos, estrujamientos, apretones, apachurramientos, cargamontones, o sea circunstanciados exámenes topográficos de frente, laterales y por la retaguardia, que daban como resultado barrenamientos, perforaciones, penetraciones y otras variantes imaginativas del género humano.
Ingreso-salida por la Calle Paita. Obsérvese al fondo la torre y aguja de La Matriz
Archivo Humberto Currarino - El Callao
La cantina, con superficie de unos nueve metros cuadrados, disponía de un lugar muy concurrido, que era el urinario, adonde se acercaban grandes y pequeños para aligerar impostergables perentoriedades fisiológicas. Estaba éste entrando y de frente al fondo sobre la mano izquierda, pegado a la pared. Las micciones –meaderas, para me entienda cualquier chalaco–, eran torrenciales -como estruendosas las flatulencias-, tanto que en ocasiones, como consecuencia de atoro por los puchos que allí tiraban, rebasaba la presa construida delante del usuario, murito de contención que llegaba hasta las canillas, circunstancias que imponían el ingreso con zancos o, si no los había, a modo de nuevo milagro, chapoteando por sobre las aguas nobles, libres a Dios gracias, de marineros flotantes.
La chingana propiamente dicha estaba separada del resto de la tienda por unos listones de maderas que actuaban a modo de tabique. Una ventanita de mala muerte (caunter, dirían ahora los huachafos), comunicaba la chingana con el resto de la tienda, por la que se trasegaba los tragos, mulitas y mulones que los ilustradísimos solicitantes ordenaban y eran inmediatamente servidos. Hay que remarcar que la prontitud y eficiencia, sobre todo en este sitio, fue práctica siempre respetada.
Como hemos prometido verificar un ingreso, aunque somero en la común alcoba cuchitreril, tratemos ahora de dar idea de su estado. Dejo firme constancia que jamás estuve dentro, pero sí en especiales circunstancias, cuando los trapos de ambas puertas, confeccionadas de costales de yute, que hacían las veces de cortinajes hallábanse descorridos, podíase a gusto también agüeitarla, fisgonearla o huronearla y, por superposición, interacción y asociación de imágenes sucesivas, formarse noción del conjunto y de las condiciones en que los chinitos residían y dolmían a pielna suelta.
No había lechos en el sentido estricto de la palabra, sino estrechas camas camarote semejantes a las de las carabelas de Colón, apiñadas unas sobre las otras, para ganar espacio. Del techo colgaban farolitos de colores a modo de fuelle de bandoneón arrabalero, con inocentes dragoncitos vomitando más fuego que el Volcán Krakatoa; serpientes kilométricas enroscaditas; ositos pandas devorándose los pocos cañaverales que todavía quedaban en China; pajaritos trinando en las ramitas de árboles con montañas de fondo, pero sin perspectiva, como hemos comentado, y otras cosas más que obviaremos describir
Pese a lo registrado hasta aquí, el cuadro quedaría inconcluso si no mencionásemos otra expresión artística de primerísimo orden: la música, que a borbotones salía de tan original covacha.
China es tierra milenaria, de arraigadas tradiciones, pueblo que algunos autores han calificado de imperio inmóvil. La música china debe ser bellísima para el oído chino, sobre todo la ópera, que, en su país cuenta con crecido número de admiradores. Era frecuente en El Chino de las Tres Puertas que sus integrantes escuchasen embelesados, hechizados por completo, fascinados absolutamente, los coros, cantores y voces operísticos que transmitía la emisora que dirigía sus programas a los radioescuchas de este inmenso país radicados en el Perú. Para el chalaco medio de aquel entonces, y no sólo para el medio, ignorante no únicamente de la ópera china sino de todas las óperas habidas y por haber en el mundo, escuchar conjuntos vocales de esa procedencia oriental era tanto como hallarse cerca de patíbulo de gatos en plena faena de exterminio, o, cuando un conjunto de los mismos felinos en celo importunaba con sus gatuperios en las noches de Plenilunio a los residentes del Barrio.
Vista de la Plazuela de Paita-Libertad tomada desde la Calle Bolivia
Archivo Humberto Currarino - El Callao
Cerraron La Pulpería tiempo después del luctuoso suceso de la desaparición física de Moisés. Apagose con ello la fuerza centrípeta que cohesionaba aquella comarca porteña, la misma que, sin embargo, resurgirá vigorosa, como Patillo Fénix que emerge batiendo alas de las cenizas y rescoldos del brasero choncholicero de la madre de Darío, para continuar irradiando relaciones de comercio y cultura a tan significativa parcela de nuestro antiguo Callao.
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu Estonia - El Callao
Perú Domingo
27 de mayo de 2012

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