INGRESO AL COLEGIO
Se habían levantado muy temprano y se sentaron a
desayunar. Era un día de Otoño, normal, de esos feos, grises, fríos. Después de
un buen desayuno se dirigían rumbo al Colegio Militar Leoncio Prado, en ese
momento no sólo uno de los primeros colegios del Perú, sino el primero. Sí, su
hijo había tenido el privilegio de ser uno de los ingresantes: luego de un
riguroso examen de admisión había logrado el puntaje necesario y convertido en
cadete del CMLP.
Rafael
tenía una bonita casa, manejaba su carro del año, producto de su esfuerzo a
través de muchos años de sacrificio; desde muy niño había consagrado toda su
vida al trabajo y progreso desempeñando múltiples labores: albañil, pintor,
agricultor, pescador, hasta convertirse en próspero comerciante. Casualmente su
experiencia en este rubro había determinado su lugar de residencia, aunque
limeño de “pura cepa”, afincó en el Callao desde muy joven, se casó con una
chalaca, sus hijos eran chalacos, al final de cuentas era un chalaco de verdad,
chalaco de corazón. Recordó algunos
momentos de su niñez mientras manejaba y tomaba ya la Avenida Santa Rosa; luego,
por La Costanera y enrumbó hacia el Colegio Militar. Al costado iba su esposa,
y atrás, su hijo, el cadete. Rememoró su época de privaciones, justo cuando
tenía quizás la misma edad del vástago, época que marcó su vida para siempre. Evocó
con tristeza un lamentable hecho familiar que jamás pudo olvidar; lo recordó con
tristeza, pero con la satisfacción de que se había impuesto al infortunio y
había triunfado en la vida, con eso que algunos llaman tener los pantalones bien puestos. Atrás quedaron
las privaciones. Tenía como meta darle a sus hijos la herramienta con que enfrentarse
a la vida misma: buena educación. Era por este motivo que había hecho un gran
esfuerzo adicional para darle a su “pequeño” el privilegio de ser uno de los
nuevos alumnos del CMLP.
Rafael
iba muy orgulloso y triste a la vez. Se separaba de su hijo, pero sabía que lo
dejaba en buenas manos. Además, la decisión había sido del muchacho, y él, como padre, lo había apoyado en todo
momento porque sabía que vendrían instantes duros en su vida, mas confiaba
plenamente que, tal como él antaño, su hijo superaría las circunstancias más duras y difíciles que
vinieran al someterse a un régimen castrense, propio de la institución a la que
dignamente había ingresado.
Recién
pintado, para recibir a los nuevos cadetes, el CMLP lucía impecable. Aunque
hacía frío, la multitud que acompañaba a
los muchachos ingresantes les daba un cálido momento: hijos, padres, hermanos,
tíos, abuelos, despedían a los muchachos, adolescentes y niños ellos, con la
ilusión de ser integrantes del mejor
Colegio del Perú. Estaban reunidos allí -el 17 de Abril de 1967- las 486 almas
que conformarían la XXIV promoción, número que se convertiría en blasón durante
toda su vida; un simple número que se adjuntaría su propio nombre y al que
nunca jamás renunciarían: el número de su querida promoción.
En un momento dado solicitaron a los padres
despedirse de los hijos. A una orden salieron todos, padres e hijos hacia la
Av. Costanera, y a manera muy propia de la institución éstos harían su ingreso
de nuevo, desfilando marcialmente al
compás de una banda del Ejército. Allí marcharían muchos, desconocidos entre
ellos, pero que a través del tiempo se convertirían en lo que la tradición
misma del Colegio se encargaría de hacer silenciosamente: gran hermandad,
irrompible, indestructible, con gran amor fraternal, ese amor fraternal que los
convertiría en verdaderos hermanos, tal
como la flor de lis que llevarían
bordada en su uniforme, que alguna vez escuchamos tenía el gran
significado de hermanos por siempre.
De
pronto una voz retumbó en los oídos de los presentes: era una voz militar ordenando
a los nuevos cadetes ponerse en formación. Se escuchaba imponente, curtida en
los avatares de su profesión: era la de un suboficial, el mismo al que luego
conocerían con el cariñoso sobrenombre de El
Coyote la que ordenaba :
¡¡¡Bataiónnnnnnnnn...
Atesaaaauuuuuuuuuuu….!!!
¡¡¡E’casuuuuuuuuuu
… Aauuuuuuuuuuuu … iiir’rmessssssssss !!!
¡¡¡Nadie
se muevaaaaaa…!!!
El
batallón de cadetes, tratando de agruparse siguió la orden.
En
el acto, y al paso ligero, se dirigió al grupo de Oficiales comandados por el
Coronel-Director, dando parte y
pidiendo permiso para desfilar. Seguidamente ordenó de nuevo:
¡¡¡Bataiónnnnnnnnn
... Atesaaaauuuuuuuuuuuuuu…!!!
¡¡¡E’casuuuuuuuuuu
… Auuuuuuuuuuuuuuuu...!!!
¡¡¡E’frenteeeeeeeeee
… Arrrrchhhhhhhhhh...!!!
Los
cadetes empezaron el desfile hacia el interior del Colegio, mientras los
familiares apostados afuera de éste los
veían ingresar marchando marcialmente; aplaudían emocionados y orgullosos. La
marcha militar que acompañaba el paso de los muchachos hacía de ese momento uno
muy especial porque lo recordarían toda su existencia.
Al
final de la ceremonia, una a una las familias asistentes al evento fueron
enrumbando, dejando atrás la imponente figura del Colegio Militar, centro de
estudios, que desde ese instante se hacía cargo de la formación de sus hijos.
Ellos,
a su vez, ya en el interior, marchaban al paso de la banda militar, con el
pecho henchido de emoción, con la frente en alto, cada uno con la satisfacción de ser un caballero-cadete del CMLP. Desde ese momento formaban parte de
la historia del Colegio Militar, y, a su vez, el Colegio Militar entraría en
sus vidas para no dejarlos jamás: a través de sus estamentos el Colegio se
convertiría en guía de sus propias ilusiones,
formándolos para enfrentar la vida misma, haciendo de ellos hombres de
bien, cimentando en sus mentes las grandes virtudes que caracterizan al leonciopradino.
Desde ese momento formaban parte de una nueva promoción, que cual sello imborrable
se grabaría en sus mentes por el resto de su existencia. Era el sello que se
adjuntaría a su propio nombre:
“LA XXIV PROMOCIÓN”
¡¡¡Ounnn,...
Ossssss !!!
¡¡¡Ounnn,...
Ossssss …!!! -arengaba el Coyote-.
¡¡¡Marqueeel
paso,… Archhhhhhhh...!!!
¡¡¡E’frenteeeeeeeeee,…
Arrrrchhhhhhhhhh...!!!
Trataban
de seguir la marcha militar. El paso reflejaba su poca experiencia. Atrás quedaban
los engreimientos de mamá, las peleas inocentes con los hermanos. Poco a poco
la férrea disciplina inculcaría en sus mentes el cumplimiento del deber, y
grabaría en su personalidad el sello inconfundible del lema que los
caracterizaría de por vida:
“Disciplina , Moralidad y Trabajo”
A
través de los años la promoción, a la que tanto querrían en el futuro, serviría
de base para formar un bloque humano de grandes virtudes, de caballerosidad,
lealtad, y, sobre todo, que nos daría derecho a decir sin temor a equivocarnos:
“El tiempo cambia muchas cosas, pero jamás podrá
cambiar el recuerdo de los momentos felices de la vida… El tiempo cambia muchas
veces a las personas, pero jamás podrá cambiar el inmenso amor fraternal que
enciende nuestras almas, como azul hoguera..”
El niño Rafael…..
Era
realmente un niño al que sin embargo, la necesidad y la vida le habían exigido
un gran esfuerzo adicional. Dejó la casa paterna para emigrar a provincias, con
unas pocas pertenencias, pero con una ilusión enorme, además de poseer un gran
corazón. Trabajaría durísimo para ayudar
a su familia numerosa, y lo había hecho con creces: había reunido algún
dinerito. Después de algunos meses optó por regresar a casa. No había comunicación
directa con su familia, sólo alguna que otra carta, muy esporádicas, pero que
en su momento le indicaron que era la ocasión de regresar. Tomó la
decisión y se embarcó rumbo al hogar
paterno.
El
viaje le parecía una eternidad. Tal vez la ilusión de ver a su familia
nuevamente motivaba esos momentos de angustia que algunas veces sentía. Su
carácter tan vehemente colaboraba en
esta situación, sin embargo sabía dominarse. Trató de dormir un poco,... Al fin
y al cabo de todas maneras llegaría, y lo que más deseaba era ver a su madre, a
la que había dejado algo delicada de salud, esperanzado que a su regreso las
cosas anduvieran mejor por casa.
Arribó
a la capital. Nadie sabía de su llegada. Se dirigió al paradero de los viejos y
tradicionales tranvías que lo llevarían de vuelta al hogar, y tomó el primero que pasó, en pocos
minutos estarían todos juntos.
Era
una casa grande, de esas antiguas, que
formaban parte de la Lima Colonial en el legendario barrio de Mercedarias, con grandes cuartos, una
gran cocina; un inmueble donde vivían cómodamente. La puerta estaba abierta.
Ingresó y se dirigió al interior:
¡¡¡Hey…
ya llegué … aquí estoy…!!!” -gritó-.
Nadie respondió. Al cabo de algunos segundos su
padre salió a recibirlo, lo abrazó con fuerza, con mucha fuerza. Algo
andaba mal, pero no se atrevió a preguntar. Se dirigió al cuarto de su madre,
con voz temblorosa pregunto : ¿Mamá…?, ¿mamá…?
Nunca
tuvo respuesta, y tampoco nunca la tendría. Su querida mamita ya no estaba, y
no regresaría jamás: se había marchado para siempre,... Sí: ¡para siempre!
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Hugo Pazos
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