viernes, julio 20

Narraciones Porteñas : Ingreso al colegio


INGRESO AL COLEGIO

Se  habían levantado muy temprano y se sentaron a desayunar. Era un día de Otoño, normal, de esos feos, grises, fríos. Después de un buen desayuno se dirigían rumbo al Colegio Militar Leoncio Prado, en ese momento no sólo uno de los primeros colegios del Perú, sino el primero. Sí, su hijo había tenido el privilegio de ser uno de los ingresantes: luego de un riguroso examen de admisión había logrado el puntaje necesario y convertido en cadete del CMLP.
                                                       Vista panorámica del Colegio Militar Leoncio Prado, teniendo al fondo
 La Mar Brava
Rafael tenía una bonita casa, manejaba su carro del año, producto de su esfuerzo a través de muchos años de sacrificio; desde muy niño había consagrado toda su vida al trabajo y progreso desempeñando múltiples labores: albañil, pintor, agricultor, pescador, hasta convertirse en próspero comerciante. Casualmente su experiencia en este rubro había determinado su lugar de residencia, aunque limeño de “pura cepa”, afincó en el Callao desde muy joven, se casó con una chalaca, sus hijos eran chalacos, al final de cuentas era un chalaco de verdad, chalaco de corazón. Recordó  algunos momentos de su niñez mientras manejaba y tomaba ya la Avenida Santa Rosa; luego, por La Costanera y enrumbó hacia el Colegio Militar. Al costado iba su esposa, y atrás, su hijo, el cadete. Rememoró su época de privaciones, justo cuando tenía quizás la misma edad del vástago, época que marcó su vida para siempre. Evocó con tristeza un lamentable hecho familiar  que jamás pudo olvidar; lo recordó con tristeza, pero con la satisfacción de que se había impuesto al infortunio y había triunfado en la vida, con eso que algunos llaman tener los pantalones bien puestos. Atrás quedaron las privaciones. Tenía como meta darle a sus hijos la herramienta con que enfrentarse a la vida misma: buena educación. Era por este motivo que había hecho un gran esfuerzo adicional para darle a su “pequeño” el privilegio de ser uno de los nuevos alumnos del CMLP.
Rafael iba muy orgulloso y triste a la vez. Se separaba de su hijo, pero sabía que lo dejaba en buenas manos. Además, la decisión había sido del muchacho, y  él, como padre, lo había apoyado en todo momento porque sabía que vendrían instantes duros en su vida, mas confiaba plenamente que, tal como él antaño, su hijo superaría  las circunstancias más duras y difíciles que vinieran al someterse a un régimen castrense, propio de la institución a la que dignamente había ingresado.
Recién pintado, para recibir a los nuevos cadetes, el CMLP lucía impecable. Aunque hacía frío, la  multitud que acompañaba a los muchachos ingresantes les daba un cálido momento: hijos, padres, hermanos, tíos, abuelos, despedían a los muchachos, adolescentes y niños ellos, con la ilusión de ser integrantes del  mejor Colegio del Perú. Estaban reunidos allí -el 17 de Abril de 1967- las 486 almas que conformarían la XXIV promoción, número que se convertiría en blasón durante toda su vida; un simple número que se adjuntaría su propio nombre y al que nunca jamás renunciarían: el número de su querida promoción.
En un momento dado solicitaron a los padres despedirse de los hijos. A una orden salieron todos, padres e hijos hacia la Av. Costanera, y a manera muy propia de la institución éstos harían su ingreso de nuevo, desfilando  marcialmente al compás de una banda del Ejército. Allí marcharían muchos, desconocidos entre ellos, pero que a través del tiempo se convertirían en lo que la tradición misma del Colegio se encargaría de hacer silenciosamente: gran hermandad, irrompible, indestructible, con gran amor fraternal, ese amor fraternal que los convertiría en verdaderos hermanos,  tal como la flor de lis que llevarían bordada en su uniforme, que alguna vez escuchamos tenía el gran significado  de hermanos por siempre.
De pronto una voz retumbó en los oídos de los presentes: era una voz militar ordenando a los nuevos cadetes ponerse en formación. Se escuchaba imponente, curtida en los avatares de su profesión: era la de un suboficial, el mismo al que luego conocerían con el cariñoso sobrenombre de El Coyote la que ordenaba :
¡¡¡Bataiónnnnnnnnn... Atesaaaauuuuuuuuuuu….!!!
¡¡¡E’casuuuuuuuuuu … Aauuuuuuuuuuuu … iiir’rmessssssssss !!!
¡¡¡Nadie se muevaaaaaa…!!!
El batallón de cadetes, tratando de agruparse siguió la orden.
En el acto, y al paso ligero, se dirigió al grupo de Oficiales comandados por el Coronel-Director, dando parte y pidiendo permiso para desfilar. Seguidamente ordenó de nuevo:
¡¡¡Bataiónnnnnnnnn ... Atesaaaauuuuuuuuuuuuuu…!!!
¡¡¡E’casuuuuuuuuuu … Auuuuuuuuuuuuuuuu...!!!
¡¡¡E’frenteeeeeeeeee … Arrrrchhhhhhhhhh...!!!
Los cadetes empezaron el desfile hacia el interior del Colegio, mientras los familiares apostados afuera de éste  los veían ingresar marchando marcialmente; aplaudían emocionados y orgullosos. La marcha militar que acompañaba el paso de los muchachos hacía de ese momento uno muy especial porque lo recordarían toda su existencia.
Al final de la ceremonia, una a una las familias asistentes al evento fueron enrumbando, dejando atrás la imponente figura del Colegio Militar, centro de estudios, que desde ese instante se hacía cargo de la formación de sus hijos.
Ellos, a su vez, ya en el interior, marchaban al paso de la banda militar, con el pecho henchido de emoción, con la frente en alto,  cada uno con la satisfacción de ser un caballero-cadete  del CMLP. Desde ese momento formaban parte de la historia del Colegio Militar, y, a su vez, el Colegio Militar entraría en sus vidas para no dejarlos jamás: a través de sus estamentos el Colegio se convertiría en guía de sus propias ilusiones,  formándolos para enfrentar la vida misma, haciendo de ellos hombres de bien, cimentando en sus mentes las grandes virtudes que caracterizan al leonciopradino. Desde ese momento formaban parte de una nueva promoción, que cual sello imborrable se grabaría en sus mentes por el resto de su existencia. Era el sello que se adjuntaría a su propio nombre:
“LA XXIV PROMOCIÓN”
Verja y patio de entrada al Colegio Militar Leoncio Prado, contiguos a la Av. Costanera
¡¡¡Ounnn,... Ossssss !!!
¡¡¡Ounnn,... Ossssss …!!! -arengaba el Coyote-.
¡¡¡Marqueeel paso,… Archhhhhhhh...!!!
¡¡¡E’frenteeeeeeeeee,… Arrrrchhhhhhhhhh...!!!
Trataban de seguir la marcha militar. El paso reflejaba su poca experiencia. Atrás quedaban los engreimientos de mamá, las peleas inocentes con los hermanos. Poco a poco la férrea disciplina inculcaría en sus mentes el cumplimiento del deber, y grabaría en su personalidad el sello inconfundible del lema que los caracterizaría de por vida:
“Disciplina , Moralidad y Trabajo”
A través de los años la promoción, a la que tanto querrían en el futuro, serviría de base para formar un bloque humano de grandes virtudes, de caballerosidad, lealtad, y, sobre todo, que nos daría derecho a decir sin temor a equivocarnos:
“El tiempo cambia muchas cosas, pero jamás podrá cambiar el recuerdo de los momentos felices de la vida… El tiempo cambia muchas veces a las personas, pero jamás podrá cambiar el inmenso amor fraternal que enciende nuestras almas, como azul hoguera..”
El niño Rafael…..
Era realmente un niño al que sin embargo, la necesidad y la vida le habían exigido un gran esfuerzo adicional. Dejó la casa paterna para emigrar a provincias, con unas pocas pertenencias, pero con una ilusión enorme, además de poseer un gran corazón. Trabajaría  durísimo para ayudar a su familia numerosa, y lo había hecho con creces: había reunido algún dinerito. Después de algunos meses optó por regresar a casa. No había comunicación directa con su familia, sólo alguna que otra carta, muy esporádicas, pero que en su momento le indicaron que era la ocasión de regresar. Tomó la decisión  y se embarcó rumbo al hogar paterno.
El viaje le parecía una eternidad. Tal vez la ilusión de ver a su familia nuevamente motivaba esos momentos de angustia que algunas veces sentía. Su carácter  tan vehemente colaboraba en esta situación, sin embargo sabía dominarse. Trató de dormir un poco,... Al fin y al cabo de todas maneras llegaría, y lo que más deseaba era ver a su madre, a la que había dejado algo delicada de salud, esperanzado que a su regreso las cosas anduvieran mejor por casa.
Arribó a la capital. Nadie sabía de su llegada. Se dirigió al paradero de los viejos y tradicionales tranvías que lo llevarían de vuelta al  hogar, y tomó el primero que pasó, en pocos minutos estarían todos juntos.
Era una casa  grande, de esas antiguas, que formaban parte de la Lima Colonial en el legendario barrio de Mercedarias, con grandes cuartos, una gran cocina; un inmueble donde vivían cómodamente. La puerta estaba abierta. Ingresó y se dirigió al interior:
¡¡¡Hey… ya llegué … aquí estoy…!!!” -gritó-. Nadie respondió. Al cabo de algunos segundos su  padre salió a recibirlo, lo abrazó con fuerza, con mucha fuerza. Algo andaba mal, pero no se atrevió a preguntar. Se dirigió al cuarto de su madre, con voz temblorosa pregunto : ¿Mamá…?, ¿mamá…?
Nunca tuvo respuesta, y tampoco nunca la tendría. Su querida mamita ya no estaba, y no regresaría jamás: se había marchado para siempre,... Sí: ¡para siempre!
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Hugo Pazos

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