Ese día almorzamos temprano.
Sin que fuese fiesta de guardar nos pusimos la dominguera ropa de visitas, y con mi madre nos fuimos a tomar el
eléctrico al paradero que quedaba en la segunda cuadra de la Calle Lima, la que
hace esquina con Washington, junto a la librería del señor Manrique. Hicimos el
traqueteo por espacio de tres cuartos hora hasta que hubimos llegado a la Plaza
Dos de Mayo donde efectuamos el transbordo al urbanito. Salvando el viaducto de
piedra maciza que se halla detrás del Palacio Presidencial, vecino a
Desamparados, sobre el cauce del Rímac, que traía escasa corriente, nos
trasladamos hasta Abajo el Puente. La tarde era soleada, radiante, pero tibia, con
discreto calor. Una atmósfera de alegría extendíase por el ambiente plácido que
irradiaba la ciudad.
Calle Lima tercera cuadra
Plaza 2 de Mayo, Lima
Debo reconocer que no
recuerdo el nombre de la calle de nuestro destino, sólo sé que era muy limpia y
tranquila, con ese sosiego y orden que aún detentaba Lima antes de la masiva
inmigración que experimentó pocos años después y que dura hasta los tiempos que
corren.
Tocamos la puerta del
domicilio de la dama madura a la que fuimos a saludar, y ella nos abrió
sonriente, con gesto de disfrute por ver nuevamente a mi madre y por vernos a
nosotros, a quienes sólo nos conocía de oídas. Busco su nombre en las fichas
mentales, en el archivo de mis recovecos cerebrales más ocultos, y surge uno
con ciertas remembranzas de emperatriz austríaca ... ¿Sería María Luisa? ... María
Luisa ... Sí: ¡María Luisa! ... ¡Bonito nombre de mujer!
La señora doña María Luisa
era una dama reposada, serena, de finos modales, de semblante agraciado, que
debió ser hermosísimo en sus mocedades. Un moño a la antigua le coronaba la
cabeza, atravesado éste por espadilla de marfil. Llevaba vestido de organdí,
vaporoso, tenue, incorpóreo: visualizándolo a la distancia diría que también
con suaves estampados florales, de apagado multicolor, que realzaban el clima
de satisfacción que reinaba ese día, en ese feliz hogar y en su propia persona.
Se abrazó con mi madre para luego, expresándonos palabras cariñosas y afables,
estrecharnos también a nosotros y presentarse. Nos dijo su nombre, el mismo que
ya revelé. Para lo sucesivo, empero, manifiesto que tan sólo emplearé el
apelativo con que la rebautizamos, y con el que desde esa ocasión siempre ha
venido a mi memoria.
La dama nos invitó a pasar.
Lo primero que vimos fue el largo corredor sin techo a cuyos costados se
repartían las diferentes habitaciones de la casona. Ingresamos a la primera de
ellas, que era la sala de estar: espaciosa, vasta, holgada, con muebles de
madera de cedro de Nicaragua, que en nuestros actuales tiempos bien pudieran
figurar en costosas tiendas de nobles antigüedades.
Mientras el intercambio de recuerdos tenía lugar, la dama
nos obsequiaba con peras dispuestas en un frutero ovalado de porcelana azul y
blanca, como también con otras diversas exquisiteces de su huerto, que junto al
frutero contenía canastillo con variedades provenientes del mismo. Después,
como iniciando recreo, nos pidió que viéramos sus sembríos caseros. Así,
llegado el momento, nos levantamos y en su compañía transitamos por el largo
corredor que ya mencioné, al final del cual, traspuestas algunas dilatadas
habitaciones descubríase el amplio vergel con innumerables árboles y abundantes
flores, como por entonces todavía poseían no pocas casas de la antigua Lima.
Nos habló de lo que allí crecía, del abono empleado, de cómo ella regaba y
cultivaba, del rocío de los amaneceres invernales, de los gratificantes meses
de cosecha. Percatándose que sus peras de agua nos había encantado, llenó una
bolsa con ellas y nos la dio al despedirnos. Desde entonces, al recordarla
venía a mi memoria el apelativo puesto por nosotros, cuyo título encabeza esta
fugaz historia.
Fluyó un tiempo indeterminado, vasto, lato, desdibujado
ya por la distancia, durante el cual no volví a escuchar noticias de la Señora
de las Peras. Parece, sin embargo, que no mucho después de nuestro encuentro,
de aquella gratísima y lejana tarde, su esposo, al salir despidiose con el
aviso y sugerencia que pronto regresaría y le daría una sorpresa.
- ¿Una sorpresa?
... ¿Cuál sería? -pensó para sí la
dueña de casa-.
¿Pasaría un par de horas? Sí, un par de horas, y el señor
de aquellos dominios tornó trayendo de la mano a un niño de cuatro o cinco
años, muy bien vestidito, muy limpiecito y pulcro, de muy buenos modales a
pesar de su corta edad.
-¡Qué lindo niño!
-exclamó la dama al verlo, agregando-: ¿cómo
te llamas hijito?
La criatura le declaró su nombre y apellido ...
¡Casualidad de casualidades!: coincidían con los de su esposo.
Como adormecida, la dama posó su mirada en el niño, y,
mientras le acariciaba la cabeza la desvió del pequeño. Repentina, inquisitiva
e involuntariamente, como meditando en la concordancia fonética, en la afinidad
y semejanza faciales, dirigiola donde su marido, interrogándolo más con los
ojos que con la palabra:
- ¿Cómo dice él, Manuel?...
¿Cómo dice él que se llama?
El marido, natural y espontáneamente le repitió el nombre
y apellido. Y a continuación:
- Este niño, María
Luisa, es hijo mío, y he querido traértelo esta tarde para presentártelo, para
que lo conozcas, y para que Manuelito también te conozca a ti.
Tratando de penetrar la frase revelada por don Manuel, la
dama, arqueando las cejas sólo atinó a abrir desmesuradamente ojos y boca, de
la que no volvió a salir palabra. Desde entonces y hasta su muerte, acaecida no
mucho después, la Señora de las Peras jamás recuperó la razón.
Ricardo E. Mateo
Durand
Tartu - Estonia
El Callao - Perú
Miércoles 07 de marzo
de 2012
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