miércoles, junio 27

Narraciones Porteñas : La Señora de las peras


LA SEÑORA DE LAS PERAS

Ese día almorzamos temprano. Sin que fuese fiesta de guardar nos pusimos la dominguera ropa de visitas, y con mi madre nos fuimos a tomar el eléctrico al paradero que quedaba en la segunda cuadra de la Calle Lima, la que hace esquina con Washington, junto a la librería del señor Manrique. Hicimos el traqueteo por espacio de tres cuartos hora hasta que hubimos llegado a la Plaza Dos de Mayo donde efectuamos el transbordo al urbanito. Salvando el viaducto de piedra maciza que se halla detrás del Palacio Presidencial, vecino a Desamparados, sobre el cauce del Rímac, que traía escasa corriente, nos trasladamos hasta Abajo el Puente. La tarde era soleada, radiante, pero tibia, con discreto calor. Una atmósfera de alegría extendíase por el ambiente plácido que irradiaba la ciudad.
 Calle Lima tercera cuadra

Plaza 2 de Mayo, Lima
Debo reconocer que no recuerdo el nombre de la calle de nuestro destino, sólo sé que era muy limpia y tranquila, con ese sosiego y orden que aún detentaba Lima antes de la masiva inmigración que experimentó pocos años después y que dura hasta los tiempos que corren.

Tocamos la puerta del domicilio de la dama madura a la que fuimos a saludar, y ella nos abrió sonriente, con gesto de disfrute por ver nuevamente a mi madre y por vernos a nosotros, a quienes sólo nos conocía de oídas. Busco su nombre en las fichas mentales, en el archivo de mis recovecos cerebrales más ocultos, y surge uno con ciertas remembranzas de emperatriz austríaca ... ¿Sería María Luisa? ... María Luisa ... Sí: ¡María Luisa! ... ¡Bonito nombre de mujer!
La señora doña María Luisa era una dama reposada, serena, de finos modales, de semblante agraciado, que debió ser hermosísimo en sus mocedades. Un moño a la antigua le coronaba la cabeza, atravesado éste por espadilla de marfil. Llevaba vestido de organdí, vaporoso, tenue, incorpóreo: visualizándolo a la distancia diría que también con suaves estampados florales, de apagado multicolor, que realzaban el clima de satisfacción que reinaba ese día, en ese feliz hogar y en su propia persona. Se abrazó con mi madre para luego, expresándonos palabras cariñosas y afables, estrecharnos también a nosotros y presentarse. Nos dijo su nombre, el mismo que ya revelé. Para lo sucesivo, empero, manifiesto que tan sólo emplearé el apelativo con que la rebautizamos, y con el que desde esa ocasión siempre ha venido a mi memoria.
La dama nos invitó a pasar. Lo primero que vimos fue el largo corredor sin techo a cuyos costados se repartían las diferentes habitaciones de la casona. Ingresamos a la primera de ellas, que era la sala de estar: espaciosa, vasta, holgada, con muebles de madera de cedro de Nicaragua, que en nuestros actuales tiempos bien pudieran figurar en costosas tiendas de nobles antigüedades.
La conversación de la dama y mi madre se remontó a épocas idas, lejanas, distantes para mí, discurriendo por los tiempos en que mi progenitora fue niña, y mujer ya casada en matrimonio bien avenido la dueña del hogar en que estábamos, pero sin hijos. Ambas hicieron repaso de conocidos, de tales y cuales renombrados individuos y familias, y de circunstancias que les tocó vivir, episodios cada vez más relegados a pretéritos tiempos verbales, imperfectos, potenciales y subjuntivos, de vetustos pretéritos pluscuamperfectos y anteriores.
Mientras el intercambio de recuerdos tenía lugar, la dama nos obsequiaba con peras dispuestas en un frutero ovalado de porcelana azul y blanca, como también con otras diversas exquisiteces de su huerto, que junto al frutero contenía canastillo con variedades provenientes del mismo. Después, como iniciando recreo, nos pidió que viéramos sus sembríos caseros. Así, llegado el momento, nos levantamos y en su compañía transitamos por el largo corredor que ya mencioné, al final del cual, traspuestas algunas dilatadas habitaciones descubríase el amplio vergel con innumerables árboles y abundantes flores, como por entonces todavía poseían no pocas casas de la antigua Lima. Nos habló de lo que allí crecía, del abono empleado, de cómo ella regaba y cultivaba, del rocío de los amaneceres invernales, de los gratificantes meses de cosecha. Percatándose que sus peras de agua nos había encantado, llenó una bolsa con ellas y nos la dio al despedirnos. Desde entonces, al recordarla venía a mi memoria el apelativo puesto por nosotros, cuyo título encabeza esta fugaz historia.
Fluyó un tiempo indeterminado, vasto, lato, desdibujado ya por la distancia, durante el cual no volví a escuchar noticias de la Señora de las Peras. Parece, sin embargo, que no mucho después de nuestro encuentro, de aquella gratísima y lejana tarde, su esposo, al salir despidiose con el aviso y sugerencia que pronto regresaría y le daría una sorpresa.



- ¿Una sorpresa? ... ¿Cuál sería? -pensó para sí la dueña de casa-.
¿Pasaría un par de horas? Sí, un par de horas, y el señor de aquellos dominios tornó trayendo de la mano a un niño de cuatro o cinco años, muy bien vestidito, muy limpiecito y pulcro, de muy buenos modales a pesar de su corta edad.
Qué lindo niño! -exclamó la dama al verlo, agregando-: ¿cómo te llamas hijito?
La criatura le declaró su nombre y apellido ... ¡Casualidad de casualidades!: coincidían con los de su esposo.
Como adormecida, la dama posó su mirada en el niño, y, mientras le acariciaba la cabeza la desvió del pequeño. Repentina, inquisitiva e involuntariamente, como meditando en la concordancia fonética, en la afinidad y semejanza faciales, dirigiola donde su marido, interrogándolo más con los ojos que con la palabra:
- ¿Cómo dice él, Manuel?... ¿Cómo dice él que se llama?
El marido, natural y espontáneamente le repitió el nombre y apellido. Y a continuación:
- Este niño, María Luisa, es hijo mío, y he querido traértelo esta tarde para presentártelo, para que lo conozcas, y para que Manuelito también te conozca a ti.
Tratando de penetrar la frase revelada por don Manuel, la dama, arqueando las cejas sólo atinó a abrir desmesuradamente ojos y boca, de la que no volvió a salir palabra. Desde entonces y hasta su muerte, acaecida no mucho después, la Señora de las Peras jamás recuperó la razón.
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu - Estonia
El Callao - Perú
Miércoles 07 de marzo de 2012


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