EL BRAVUCO
Aunque chalaco de pura
cepa, había llegado de la ciudad de Chimbote sólo algunos días antes. Dos o
tres años de su vida los compartió por esos lares. Sí: recordaba sus calles,
muchas de ellas aún sin asfalto. También venía a su mente el inconfundible olor
a harina de pescado, que había convertido a este pueblo en una floreciente
ciudad de pescadores e industriales. Era el boom
pesquero de los años 50 cuando su padre logró aprovechar aquellos momentos
de bonanza para convertirse en un próspero comerciante.
Salió de su casa rumbo al que sería su nuevo colegio. Era el
primer día de clases. En el camino iba degustando un delicioso pan con
mantequilla que amorosamente su madre le había preparado. Sólo cuatro cuadras
separaban su nuevo hogar -en la segunda cuadra de la calle Colón del Callao-
con su nueva escuela. Cuando llegó le llamó la atención la vieja edificación de
madera, realmente muy antigua. Ingresó y en el interior había un gran bullicio:
niños corriendo de aquí para allá, adolescentes conversando en algunos rincones,
y él, parado en el patio, dubitativo y algo temeroso. De repente sonó la
campana y una voz altisonante mandó a los alumnos a formación. Se paró en una
fila, conjuntamente con los niños que
serían sus compañeros de clase. Algo le llamó mucho su atención: era un olor
muy penetrante, conjuntamente con un brillo muy especial que notaba en el piso
del patio del colegio. Luego, advertiría que se debía al petróleo que habían
utilizado para limpiarlo.
Echaba una mirada por aquí, otra por allá. No conocía a nadie. Tenía siete u ocho años de edad. Estaba
acostumbrado a caminar sin recelo por las calles, y, a la sazón, ya era alumno del 1ro. de primaria. Llevaba consigo
una maletota con sus libros y algunos cuadernos forrados con el infaltable
papel azúl y vinifan, amén de
lapiceros, lápices, borradores, tajadores, además de la también infaltable caja
de colores, todos estos artículos metidos en una gran cartuchera; el uniforme
del colegio era el inconfundible comando color kaki, con su corbatita que se la
ajustaba al cuello con una liga, que de rato en rato la jalaba como un resorte.
A su costado, un niño comía con gran gusto un pan con jamonada. De
repente se acercaron a él un grupo de alumnos del mismo salón, y uno en
especial, blanquiñoso, gordo y muy pequeño de estatura, con aires
de matón, con voz cavernosa: lo tomó de la solapa, y le susurró algo al oído.
El muchachito, asustado, sólo atinó a
ofrecerle su sánguche. El
matoncillo lo tomó y se lo empezó a
comer, no sin antes sonreír de una manera muy burlona. Seguidamente, el mismo
personajillo se acercó a Lucas e intentó hacer lo mismo, sólo que esta vez el
pequeño Lucas, al comienzo sorprendido, y luego muy irritado, atinó a darle un
sófero trompón en plena nariz. Acto seguido, se trenzaron en una bronca descomunal.
El pequeño atrevido logró empujarlo, rodaron ambos por el suelo, golpeándose mutuamente, siendo el gordo el
que llevaba la peor parte. Los alumnos que rodeaban a los niños únicamente
acertaban a vociferar improperios:
- !!Sácale la mierda…!!
- ¡¡Dale duro a ese huevón…!! -escuchaba Lucas-.
A los pocos minutos, un fuerte tirón en la oreja lo paró en medio
del patio. Era uno de los auxiliares de disciplina, que había llegado a imponer
el orden. Con su uniforme kaki hecho una desgracia, producto del petróleo del
suelo, ahora sólo era una gran mancha grasosa, además del olor característico.
Era el primer día de clases, los alumnos del 5to. de secundaria lo
habían rescatado, y, al parecer, les
cayó en gracia, pues desde ese día se convirtió en su mascota. Casualmente el 1er.
año de primaria formaba al costado de
los de 5to. Cada día de clases, él los miraba sonriente, y durante todo ese año
gozarían con sus ocurrencias. Por ese
motivo se ganó un apodo que lo perseguiría toda su vida: Loquillo.
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Reencuentro
- Lucas… ¡¡le están sacando la m… a tu pata, al Gordo…!!
-le pasaron la voz-.
- ¿Dónde? -preguntó-;
- En los malacates de 4to… -le
respondieron-.
Raudamente se dirigió a los baños
del colegio. Cada año tenía su pabellón de servicios higiénicos: filas de
inodoros, sin puerta, donde los cadetes efectuaban sus necesidades personales.
Eran llamados los malacates.
Se acercó al grupo; les hizo una venia, y preguntó:
- ¿Qué pasa…?
- ¡¡No pasa nada…!!! -fue la respuesta mientras pateaban al Perro
(que era como denominaban a los cadetes del 3er. año)-. Éste lo miraba con
mirada suplicante. Lo trataban duramente. Lucas únicamente atinó a mirar, sin
decir palabra. Eran de su promoción. Sólo podía
esperar, y así lo hizo hasta que se fueron.
Sudoroso, magullado; un hilo de
sangre descendía por la nariz del Gordo,
quien sollozante sólo se quejaba con voz temblorosa:
- ¡¡¿Dónde estabas, ‘uón?… Me han
sacado la m... ¿dónde estabas?
Lucas lo miraba, no le contestaba,
sólo lo miraba, mientras el Gordo seguía llorando y quejándose:
- ¡¡Eran grandazos !! Me hicieron
hacer planchas, ranas, canguros,... Me
pateaban y golpeaban,… ¡¡¡Conche’sus madres…!!!
- Gordo, no jodas: aquí no puedes dártelas de matón. Sólo tienes que
hacerte el huevón, ¡¡y nada más…!! -le
contestaba Lucas, que era su amigo desde
los años iniciales de estudio-.
El Gordo, alumno del 3er. año del
Colegio Militar, con sus aires de maloso, se había encontrado con la horma de
sus zapatos. Se había ganado la antipatía no sólo del 5to. año, sino también de
los de 4to. Y lo buscaban y perseguían para joderlo y meterle su pateadura por
eso, por empalado y matón. Lo peor de todo era que no tenía ni cuerpo, ni talla
para responder, por ese motivo siempre salía
perdiendo, duramente golpeado y lo, para colmo de males, ya lo tenían marcado,
y ni su amigo Lucas lo podía proteger porque las tradiciones del colegio no lo
permitían.
Castigo
físico
Malacates
Bautizo a los “perros”
El Adiós
Totalmente acongojado, recordaba con tristeza su primer encuentro
con él. Habían pasado ya tantos años. Dicho encuentro había terminado en una broncaza a pesar de sus cortas edades.
Se harían amigos luego; aunque con recelos. Por una parte, el grupo del Gordo, que cometían abusos con los
compañeritos del salón, y el grupo de Lucas, que protegía a los mismos.
Se habían reencontrado en el Colegio Militar algunos años después.
El Gordo había perdido un año escolar
y Lucas se había convertido en su
protector. Aquel, fiel a su estilo, con sus aires de maloso, había sido víctima
muchas veces de su propio carácter, y no solamente se ganó antipatías sino
también unas tremendas palizas propinadas por cadetes de años superiores, y,
cuando estaba en 5to., cometía los mismos abusos que creía su grado le
permitía, aunque algunas veces él mismo recibió algunas pateaduras propinadas
por cadetes de años inferiores. Recordemos que su cuerpo no le deparaba ninguna
ventaja. A las finales logró terminar la secundaria con mucho sacrificio.
Llevado por sus ímpetus y del dinero fácil, fue cayendo poco a
poco en un hoyo profundo del que nunca podría salir. La malas juntas terminaron
por llevárselo por caminos non santos.
- Loco, cuñao: Loquito… ¿cómo estás ?... -recordó su pregunta-.
En esa oportunidad, Lucas sólo lo había mirado, atinando a
ofrecerle un gran abrazo, un abrazo prolongado de amigos de verdad. Se habían
visto después de muchos años, y a pesar de las profundas diferencias se tenían
gran cariño… rememoró…
Ese día el Gordo sólo atinó a decir:
- ¡¡Espérame, ya bajo…!! ... ¡¡espérame...!!
Luego de algunos minutos bajó ofreciéndole un paquete:
- ¡¡Para ti…!!, ... ¡¡Es para ti…!!
Recordó también ese momento: lo había mirado esbozando una ligera
sonrisa, tomando el paquete y
guardándolo, algo nervioso. Se despidió
y había proseguido su camino, no sin
antes pulsear lo que contenía el paquete: era un bulto que contenía unas yerbas medicinales.
Siguió caminando, haciendo memoria de buenos y malos tiempos, de
momentos de niñez, de juventud, de jolgorio y también de tristezas. Sólo
pensaba y recordaba. Alzó su vista al cielo, y empezó a ofrecer algunas
oraciones.
Cruzó la puerta del camposanto y en un momento volteó con un nudo
en la garganta, solo pudo pensar:
- Hasta siempre, amigo …¡Hasta
siempre…!
Hugo
Pazos CMLP-XXIV
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