viernes, enero 6

Narraciones Porteñas - Alfredito

Alfredito


El Barrio de Malambito, para quien ya no se ubica en la Lima actual, quedaba a un paso de la Plaza Dos de Mayo.

                                 

Era calle un tanto alabeada, como conciencia de clérigo. Actualmente desemboca en la Avenida Tacna cuando se trazó ésta y se demolió antiquísimos inmuebles de la Tres Veces Coronada Ciudad de los Reyes del Perú. No bien entrando, como quien venía de uno de los paraderos del tranvía o urbanito de la Dos de Mayo, había tiendas de instrumentos musicales, donde las guitarras, cajones, castañuelas, maracas, flautas dulces o traveseras, o cualquier otro ingenio de cuerda, viento o percusión exponíase en los escaparates de los establecimientos populares. Malambo y Malambito fueron alfoces negroides, con lo que queda dicho que el ritmo estuvo siempre en su punto. La Calle Malambito, además, me viene a la memoria por la escuela donde estudió mi madre, que quedaba a escasos metros de donde después se construyó el Cine Lido.

                                      
Como ya habrá ocasión de comentar en otra narración sobre la escuela materna, concentrémonos en el personaje cuyo nombre lleva por título nuestro relato.

Nunca vi personalmente a don Alfredito de Tal y de Tal –la alcurnia y linajudos de Lima tenían predilección por los apellidos compuestos y rimbombantes-, porque para cuando nació quien estas líneas escribe, seguramente don Alfredito sería ya bastante entrado en años o tal vez difunto. La historia, pues, llegó hasta mí por boca materna.

Fue don Alfredito un limeñito muy atildado, impecable y pulcro en el vestir y en el hablar, como correspondía a los caballeros de aquella época. Ni alto ni bajo de estatura. Garboso y ponderado en actitudes y relaciones sociales. Varoniles mostachos con sus guías respectivas, bifurcábanse en opuestas direcciones, como dardos de Cupido lanzados a diestra y siniestra, para atravesar a las desprevenidas que se cruzaran en su camino. Como regalo caído del cielo se vinculó a las señoritas de D´Angelis: Delia, Clelia y Rosalía, que eran tres hermanas solteritas, propietarias de la escuela que mencioné al principio de esta historia. Para abreviar los hechos digamos que don Alfredito y la señorita doña Delia D´Angelis estaban de amores, y que éstos -los amores-, era cosa oficializada desde el instante de la aceptación por parte del binomio que completaba el trío: Clelia y Rosalía.

Cada sábado y/o domingo, la señorita doña Delia y el señor don Alfredito se encontraban para el paseo acostumbrado. Tomados del brazo, comedidamente se encaminaban a la Plaza Dos de Mayo, a la Plaza San Martín, a la Avenida Colón, que era la arteria hasta donde llegaba la Lima de entonces –colindante con la Penitenciaría- o, en términos bajopontinos, a la Alameda de los Descalzos, donde en una banca, bajo añosas palmeras y faroles, en compañía de las estatuas de mármol italiano que por entonces aún se habían librado de la sustracción de ladrones comunes, de síndicos o de concejales capitalinos en beneficio propio, don Alfredito tocaba con la sin hueso las cuerdas más selectas de la lira amorosa expresadas al oído de la seńorita doña Delia. Ella, circunspecta, según obligada reacción de las mujeres bien, sosegada, apacible pero a la vez enternecida, sentía en su interior las emociones que fluyen del torrente proveniente de las límpidas e inexorables alfaguaras de la vida. Mi madre, niña por entonces, inadvertidamente dábase cuenta del romance entre don Alfredito y doña Delia, y ello porque apremiados todos por las formas sociales de decencia y buena reputación en vigencia, obligaba séquito añadido de un ser inocente, en este caso mi futura mamá.

                                                   
Consustancial a Lima desde siempre han sido los pordioseros, mendigos, mendicantes y demás desvalidos y pedigüeños llagados, ulcerosos y supurados del cuerpo o del bolsillo que pululaban por los entornos, y que en sucesión interminable interrumpían las altas, profundas y apasionadas proclamas de don Alfredito que, como hemos visto, eran tectónica fuente de delirios y deliquios de la recatada dama. Uno de los sacacuartos del interminable e indiscreto rosario era el infaltable vendedor de helados y chocolates. Se acercaba a la pareja y ofrecía su amarronado artículo envuelto en papelillo de colores. Mi madre rogaba a todos los santos del olimpo católico para que don Alfredito se decidiera a adquirir algunos de los bombones, confites o helados que el feriante blandía en sinética órbita elíptica ante los posibles clientes. Cuando no había ya escapatoria y tornábase preciso ajustar el trato comercial, don Alfredito hacía ademán de meterse la mano al bolsillo, con lo que mi madre creía ganada la partida. Llegado a este extremo, de los finos labios de doña Delia emergía dulcífica voz con lapidaria frase: Guarda, Alfredito,... guarda para cuando nos casemos. Y así, como la poesía de don José Zorrila y Moral, A Buen Juez mejor Testigo: ... pasó un día y otro día, un mes y otro mes pasó, y un año pasado había, etc., repetíase la escena del chocolatero, de la mano alfrediana dirigiéndose a la faltriquera o al bolsillo del chaleco, sin llegar jamás a su destino porque la voz de la Dulcinea criolla impedíaselo con el irrebatible argumento de: Guarda, Alfredito,... guarda para cuando nos casemos.



Vecino del Barrio de Malambito, cercano al inmueble escolar de las señoritas D´Angelis, era honestísimo traficante en géneros un distinguido varón que por imposiciones mercantiles de agencia periódicamente ausentábase del domicilio conyugal para atender sus negocios en el sur o en el norte chicos o grandes. No bien despedido de su amorosa consorte, quien prometía custodiar el hogar de cuanto peligro existiera en este mundo, el referido varón tomaba el ferrocarril para Huancayo o, en El Callao, el barco para Pisco o Matarani, Mollendo o Salaverry, o adonde fuere que tuviera que ir y en cabotaje menor se dirigiera, cuando su fervorosa mujer, declinado que hubiera el Sol en el horizonte del Pacífico, y aparecidas las primeras sombras nocturnas, franqueábale la entrada, ¿a quién?: pues nada menos que a don Alfredito, que quedaba muy de dueño y señor de los ambientes domiciliarios, sobre todo de la alcoba y tálamo del mercachifle.

Todo hubiera ido como por sobre ruedas si no fuera por el aciago designio de los malos espíritus que pululan en los predios de ultratumba. Un día en que el trujamán limeño en carreta tirada por mulas enfilaba para El Callao, a la altura de La Legua, haciendo agua los burdéganos en el abrevadero circular que conocimos cuando fuimos criaturas, nuestro hombre recibió la noticia que quedaba diferida la partida del barco para Paita, que zarparía no en la fecha prevista, o sea ese mismo día, sino a la mañana siguiente. Escuchado que hubo la evangélica buena nueva, fue una y la misma cosa virar 180 grados y retornar al punto geométrico de arranque, o sea al Barrio de Malambito.





¿Pensaría la amante pareja clandestina que eran ladrones, correrías de ratas retozonas o gatos techeros en celo el ruido nocturno de ingreso del propietario a casa?, decididamente no lo sabemos. Lo que sí ha llegado hasta nosotros fue el corre-corre que se armó intra y extramuros domiciliarios cuando nuestro proveedor agente interprovincial reincorporóse en su dormitorio y vio a otro macho muy dueńo de cama y hembra. Don Alfredito, seguramente, no tuvo tiempo de esmerarse ni emperejilarse para la despedida, y todo menos emperifollado, quizás hasta sin chaleco, hubo de salir en paños menores galopando a ritmo de polka en dirección de la Plaza Dos de Mayo.

A la mañana siguiente un estampido sordo, subterráneo, flotaba en el ambiente malambiteño y limeño. La noticia, como no podía ser de otra manera, llegó hasta el honestísimo e incorruptible claustro de las señoritas D´Angelis rompiendo vitaliciamente el compromiso matrimonial entre don Alfredito y la señorita doña Delia. Como consecuencia del desventurado episodio, la señorita doña Delia quedóse para vestir santos y, solidariamente, doña Clelia y doña Rosalía la acompañaron en los votos perpétuos de castidad. Lo que también perduró, sobre todo en el recuerdo ideal chocolatesco materno, fue la demanda deliana de Guarda, Alfredito,... guarda para cuando nos casemos.

Ricardo E. Mateo Durand
Domingo 29 de mayo de 2011
Tartu
Estonia

2 comentarios:

  1. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  2. Excelente historia :) Me interesa mucho conocer más sobre el antiguo barrio Malambito

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