RATAS
Y RATEROS
Nuestra profesora de inglés
frunció el entrecejo y puso la cara seria a la vez que hizo un alto en su
lección para explicarnos un giro idiomático contándonos un suceso que le había
ocurrido hacía treinta años, poco después que en 1930 llegara al Perú.
Tranvía
a su paso por Chorrillos
Esquina
de la Calle Lima con Paz Soldán
- Por entonces – nos dijo –,
vivía yo en Barranco y para venirme al trabajo e irme a mi casa solía tomar el
tranvía Lima-Chorrillos. Había ya concluído mis labores del día e íbame a mi
casa. El vehículo si bien no se hallaba vacío tampoco estaba lleno; por aquella
época gozábamos de cierta holgura para viajar. Todo iba bien hasta entonces
cuando en cierta oportunidad observé que un hombre metía la mano en la cartera
de una señora. Ésta no se percataba de lo que le estaban haciendo. Me di, pues,
cuenta que se trataba de un robo y quise llamar la atención sobre el hecho.
Era imposible acordarme de
la palabra pericote o ratero ... Sabía que ratero o pericote eran sinónimos de
ladrón, de carterista, de asaltante, pero no me acordaba cómo era ... Sí que
tenía que ver con roedores, con esos animalitos pequeños, más o menos peludos,
de bigotitos, con potentes incisivos en cada mandíbula; colmillos largos,
fuertes y encorvados ... ¿nutrias? ... ¿castores? ... ¿ardillas? ... ¿ratas?
... Sí: ratas ... ¡ratas! ... ¡Una rata ... una rata!, me puse a gritar
mientras señalaba en dirección al individuo. La gente reaccionó agachándose y
mirando al suelo. Algunas damas se pusieron nerviosas, gritaron y se subieron
los vestidos, que eran largos y no como los de ahora, cortos, hasta la ante
pierna, un poco más abajo de la rodilla. Se armó un laberinto en el tranvía,
que aprovechó el ladrón para bajar y fugarse.
Después de ésa, aprendí de
memoria, sin fallas, las palabras pericote y ratero, que no se me han borrado
ya nunca más porque nunca más me volví a equivocar.
Todos nos reímos de muy
buena gana. Ella recobró su ceño de maestra en clase y continuó la dictándola
con su seriedad británica, pero sabíamos que en su interior también festejaba
la aventura.
A mí su nombre se me borró
hace mucho. No puedo vanagloriarme de tener buena memoria para los nombres, no
así para otros datos consustanciales con las personas, como son su modo de
hablar, el timbre de su voz, sus gestos y ademanes, inclusive su vestuario, sin
que ello signifique que lo haga para establecer si son o no caros, de marca,
que son datos y cuestiones que no me interesan.
Mi maestra usaba vestidos sastre
de un solo color, por lo general gris y opaco, telas de finas rayas que iban de
arriba abajo, las mismas que hacían juego con su espigada figura, su estirada
figura de carnes secas, achalonadas, dándole imagen estilizada y elegante de
una estaca viviente. Para ella las carcajadas no pasaban de risas restringidas,
y las risas, de sonrisas y mohines.
Anterior a mi inolvidable maestra
no había visto nunca a una mujer con el pelo teñido de azul. Pasaron muchos
años antes que volviera a ver a otra fémina con peluca azulada o avioletada.
El Instituto Peruano
Británico, al menos su sede central, por entonces quedaba en la Calle Moquegua,
a un paso de la parte lateral trasera del Hotel Bolívar. Era una casona con
artesonado macizo, compacto, sólido, de sobrios tallados. Había resistido
muchos terremotos con mínimos efectos en su estructura y en su apariencia y
disposición externas e internas. Las escaleras, como también sus poderosos
pasamanos, eran de madera, firmes y resistentes, por las que se podía subir y
bajar sin que rechinaran, sin que crujieran ni se quejaran. A medio camino de
ellas había rellano a partir del cual cambiaban de dirección virando hacia la
izquierda, de tal manera que desde varios niveles y ángulos podíase observar la
sala de estar, núcleo del inmueble, centro y meollo de la vida social que allí
existía, con sus personajes de carne y hueso, siendo el té de las cinco de la
tarde escenario arrancado de un cuento dickensiano. El té de las cinco de la
tarde era ritual sagrado que verificábase con independencia a cualquier
cataclismo o hecatombe nacionales o mundiales. Mi maestra, como inglesa cien
por cien que era, tomaba el tradicional té de las cinco de la tarde. Eran
frecuente compañía damas y caballeros insulares, archipielagueños, británicos,
de quienes ahora también evoco a uno en especial, que sin duda había nacido con
la pipa en la boca, porque sólo se la sacaba unos segundos para volvérsela a
colocar entre los labios mordiéndola por la boquilla con reciedumbre, cachimba
cuyo uso habíale puestos los dientes más marrones, más oscuros y más opacos que
el color de los mismos artesonados del techo.
Salgamos ahora del edifico
central del Instituto Peruano Británico y vayamos hasta la Plaza San Martín,
hasta La Colmena, hasta el costado del Hotel Bolívar, para tomar el tranvía que
nos lleve al Callao. Allí llegaban, hacían cambio de rieles, esperaban a que el
público subiese, y reemprendían su marcha hacia El Callao. Había dos tipos de
tranvías: el chato y el cacerola, o sea, los que tenían los extremos angulados,
y los que tenían los extremos redondeados, respectivamente.
Tranvía
transitando por Calles Limeñas
Los tranvías llegaban y
salían con frecuencia. El del Callao bajaba hasta la Plaza Dos de Mayo y tomaba
La Colonial, que, por ser ya vía recta y despejada de tránsito, era cuando
tomaba viada y empezaba el verdadero traqueteo y bamboleo:
- RRRRRRRRRRR rrrrrrrrrrrrrrrr... Trac trac trac
trac... RRRRRRRRRRRRRR
rrrrrrrrrrrrrrr ... Trac trac trac trac ...
Tranvía
en la Plaza Bolognesi, hacia la Av. Colonial
Los sujetadores libres que
pendían del techo se columpiaban de un lado a otro, rítimica, sincrónica,
acompasadamente ...
Debido a la inexistencia de
edificios altos que obstruyesen ni estorbaran la libre visión hacia el mar, era
desde este sitio desde donde en lontananza se divisaba El Callao, el Puerto,
Chucuito y La Punta. A la distancia de seis decenios o más, e
independientemente del tiempo que aún transcurra, mientras viva nunca me
abandonó ni abandonará la feliz emoción que reiterativamente sentía entonces,
que era la del retorno al Callao, la de avizorar mi Mar Océano, mi Ciudad, mi
Malecón, mi Puerto, con Chucuito, La Punta, la Isla San Lorenzo y todo lo que
le pertenece al Callao por designio de la Naturaleza, del Destino y del
Espíritu chalacos.
Tranvía
pasando por el Cementerio Baquíjano del Callao
Superada la Urbanización de
Mirones, que dejábamos atrás, venía la Unidad Vecinal Nr. 3 y la Fábrica de
Confecciones Militares que estaba al frente, la misma que se construyó a
principios de los años cincuenta-, y la Iglesia de la Legua, donde también
estaban los depósitos de los mismos tranvías, haciendo con ello la mitad del
recorrido. Seguía la vía hasta el Cementerio de Baquíjano y Carrillo y llegaba
a la Avenida Guardia Chalaca, que era lugar ya de concentración urbana, puesto
que hasta este sitio, aparte de las escasísimas urbanizaciones y edificios
mencionados, el resto del territorio era de chacras, granjas, huertas,
sembríos, canchones, corrales, cuadras y potreros. Paralela a la línea férrea
discurría la carretera Lima-Callao: camino real entre la Capital y su Puerto
marítimo natural. Contiguo a este caminio real, al lado del sur, o sea a
nuestra derecha yéndonos a Lima, por kilómetros alzábase tapia de adobe, de
entre metro y medio y dos metros de altura, por medio metro de espesor, cuya
superficie lucía pinturas multicolores de diversa propaganda, en las que
primaban casi puros los primarios: azules, rojos y amarillos, y sus
complementarios, verdes, violetas y naranjas. Prosiguiendo nuestro recorrido, y
ya en la ciudad del Callao, el tranvía dejaba atrás el Mercado Central de
Abastos, o Plaza Grande, para despedirnos en el paradero del Cine Alhambra, al
frente del Cine Porteño, de la Librería Minerva y de la Bodega Olcese, en la
esquina de la Calle Lima y Miller. Nunca pude ingresar al Cine Alhambra puesto
que por mi época de niñez había sido ya cerrado y no funcionaba ni funcionó
más, pero a través de sus rejas observé muchas veces su patio en penumbras, con
una fuente en el centro, que le daba aire misterioso, recóndito, enigmático.
Mientras que el tranvía continuaba su recorrido hasta la Plaza Grau, Chucuito y
La Punta, yo caminaba por la Calle Miller hasta Libertad, y de allí, hasta mi
casa.
Paso
de la línea del Tranvía por la Plazuela Grau, hacia Chucuito-La Punta
Paso
del Tranvía por la Calle Gamarra en Chucuito
Ingreso
de la línea del tranvía a La Punta
Finiquitada la distancia que
hay entre ese limeño punto geográfico: Instituto Peruano Británico, con su
maestra con vestido sastre, pelo teñido de azul; recta, estirada y seca de
carnes como estaca viviente, y el Barrio de Libertad, así como acabo de
relatar, por aquel tiempo conocí también a un señor que tal vez fuera el último
ratero que existió en El Callao.
¿El último ratero? ...
¡Imposible! ... ¿Y los de ahora, que abundan como piedras de Cantolao?,
protestarán sorprendidos aquéllos que sinonimicen esta acepción equiparándola a
ladrón, pericote, choro, chorizo, caco, pericomprero, bolsiqueador,
faltriquerista, asaltante, atracador, delincuente, foraja, etc., ... Sí,
señores: el último ratero es el que ahora les presento.
Era éste hombre maduro con
cara un tanto de marsupial. Llevaba pantalones plomos, plomo de oficio: color
rata, gastados, bolsudos por las rodillas y perneras, y cubríale hombros,
espaldas y pecho un saco cuyo primer dueño sin duda fue el bíblico Matusalén,
prenda que en sus buenos tiempo debió ser azul oscuro, pero que por las fechas
que me refiero había tomado tonalidades y matices indefinidos, como los
atardeceres de invierno costeño. Los bolsillos, que no eran de parche sí
estaban parchados, reparchados, recosidos, rezurcidos y remendados, hacíale las
veces de talegos o alforjas didelfianas, depósitos de trampas grandes y
pequeñas con las que daba él guerra sin tregua ni cuartel a los roedores de la
comunidad.
Sistemáticamente hacía sus
razzias por los alrededores. En ocasiones se dejaba caer por la casa. Llegaba
para reconocer los rincones y parajes más frecuentados por pericotitos, ratones
y ratas domiciliarios, allí donde estos se congregaban para informarse acerca
de las reservas de granos y almacenes alimentarios de toda la manzana. Nuestro
ratero les seguía el rastro con la misma pericia que los beduinos del desierto
las huellas de quienes los precedieron por los inexistentes caminos de arena.
- Sí ... aquí ha habido
asamblea de ellos ... fíjese, señora – le decía a mi mamá indicándole con el
curvado dedo índice un rincón de la habitación en que en ese momento estaban –,
la cantidad de cagaditas que dejaron denuncian significativo cónclave...
Contándolas saco en claro que el concilio duraría unos diez minutos. ... Aquí y
aquí habría que poner estas tres trampitas con este queso oloroso que he traído
– extrajo unos trozos de uno de los zurrones de su indumentaria –, y, más allá,
un par de las grandes, para mucas, porque deben ser peludas y del tamaño de
ratas vaporinas, ésas que proliferan en el Malecón y en el Muelle.
- Tenga cuidado, maestro,
cuando manipule las trampas – díjole mi mamá cuando hubo visto los artefactos
ratoneriles –, ¿no tiene miedo de que le caiga sobre los dedos?
- Ya no, señora Augusta ...
Cierto que a los mejores cantantes se les escapan gallos, como que también a mí
me sucedió que una vez casi me vuelo un dedo porque ...
- ¿Que casi se vuela un
dedo?
- Sí, señora: ¡casi me vuelo
un dedo! ... Hace años había unas trampas con una especie de cuchilla aquí, en
esta parte que cae sobre el lomo de las ratas... Ahora, como usted ve,
simplemente hay un alambre rígido, duro, ... Las trampas modernas les rompe el
espinazo, pero antes se los cercenaba; las tajaba por mitad... No había rata
que quedara de una sola pieza, y era cosa después de armarlas como
rompecabezas. Así, preparando una trampita de aquéllas, se me soltó la horqueta
ésta en forma de U, que me cayó sobre este dedo – mostró el índice de la mano
izquierda –, ... No sentí dolor alguno, pero sí luego que lo ví colgando en
hilitos ...
- ¿Y qué hizo usted,
maestro...?
- Saqué el pañuelo y amarré
el trozo de dedo que colgaba ... Antes hube de colocar ambas partes como yo
creía que se correspondían ... Pasó el tiempo y se me soldó, creció la carne
... mire, mire aquí – mostró el dedo de la historia y lo movió – claro que no
está como al principio, pero tampoco es para quejarme ... Menos mal que no fui
donde el médico, porque de seguro me habría dejado mocho. Me hubiera hablado
palabras raras, muy científicas, muy eruditas, que yo no hubiese entendido,
pero igual: me habría desmochado. Al menos aquí lo tengo y todavía me sirve.
- ¿Que cómo es este trabajo,
señora doña Augustita? ... Este trabajo, señora, es a destajo, por piezas
entregadas: tantas ratas y tantos pericotes, tanto de honorarios... Hasta no
hace mucho el municipio me pagaba veinte centavos por roedor, pero luego me
aumentó, y ahora me da cincuenta centavos. Hay días en que ratas y pericotes se
pasan la voz y no aparecen, pero otros, saco buen racimo de ellos ... ¡Si viera
el ramillete que entrego a la Municipalidad!
- ¿Que cuántos quedamos? ...
De los de mi profesión sólo quedo yo ... De los otros rateros El Callao sí está
plagado ...: ¡Ésos, señora doña Augustita, están enchanchullados con las
autoridades! ... Si no hubiese confabulación y enredo entre ellos tampoco
habría tanto ladrón, ¿no cree usted?
La conversación duró todavía
un poco más – en El Callao, como en todo sitio, siempre sucede algo y cualquier
cosa que ocurra es susceptible de comentarios –, hasta que habiendo recolectado
su cosecha, y dispuesto lo conveniente en los rincones, muy dentro de sus
bolsillos, nuestro ratero guardó sus patíbulos portátiles, sus minúsculos
cadalsos, despidiose y se fue por donde había entrado: por la puerta de calle.
Calle
Libertad, Callao Centro Histórico
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu - Estonia
El Callao - Perú
Viernes 04.05.2012
Fuente:
Archivo de Imágenes Callao-Currarino
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