miércoles, abril 10

RATAS Y RATEROS - Narraciones Porteñas


RATAS  Y RATEROS
 

Nuestra profesora de inglés frunció el entrecejo y puso la cara seria a la vez que hizo un alto en su lección para explicarnos un giro idiomático contándonos un suceso que le había ocurrido hacía treinta años, poco después que en 1930 llegara al Perú.


- Por entonces – nos dijo –, vivía yo en Barranco y para venirme al trabajo e irme a mi casa solía tomar el tranvía Lima-Chorrillos. Había ya concluído mis labores del día e íbame a mi casa. El vehículo si bien no se hallaba vacío tampoco estaba lleno; por aquella época gozábamos de cierta holgura para viajar. Todo iba bien hasta entonces cuando en cierta oportunidad observé que un hombre metía la mano en la cartera de una señora. Ésta no se percataba de lo que le estaban haciendo. Me di, pues, cuenta que se trataba de un robo y quise llamar la atención sobre el hecho.
Tranvía a su paso por Chorrillos
Era imposible acordarme de la palabra pericote o ratero ... Sabía que ratero o pericote eran sinónimos de ladrón, de carterista, de asaltante, pero no me acordaba cómo era ... Sí que tenía que ver con roedores, con esos animalitos pequeños, más o menos peludos, de bigotitos, con potentes incisivos en cada mandíbula; colmillos largos, fuertes y encorvados ... ¿nutrias? ... ¿castores? ... ¿ardillas? ... ¿ratas? ... Sí: ratas ... ¡ratas! ... ¡Una rata ... una rata!, me puse a gritar mientras señalaba en dirección al individuo. La gente reaccionó agachándose y mirando al suelo. Algunas damas se pusieron nerviosas, gritaron y se subieron los vestidos, que eran largos y no como los de ahora, cortos, hasta la ante pierna, un poco más abajo de la rodilla. Se armó un laberinto en el tranvía, que aprovechó el ladrón para bajar y fugarse.
Después de ésa, aprendí de memoria, sin fallas, las palabras pericote y ratero, que no se me han borrado ya nunca más porque nunca más me volví a equivocar.
Todos nos reímos de muy buena gana. Ella recobró su ceño de maestra en clase y continuó la dictándola con su seriedad británica, pero sabíamos que en su interior también festejaba la aventura.
A mí su nombre se me borró hace mucho. No puedo vanagloriarme de tener buena memoria para los nombres, no así para otros datos consustanciales con las personas, como son su modo de hablar, el timbre de su voz, sus gestos y ademanes, inclusive su vestuario, sin que ello signifique que lo haga para establecer si son o no caros, de marca, que son datos y cuestiones que no me interesan.
Mi maestra usaba vestidos sastre de un solo color, por lo general gris y opaco, telas de finas rayas que iban de arriba abajo, las mismas que hacían juego con su espigada figura, su estirada figura de carnes secas, achalonadas, dándole imagen estilizada y elegante de una estaca viviente. Para ella las carcajadas no pasaban de risas restringidas, y las risas, de sonrisas y mohines.
Anterior a mi inolvidable maestra no había visto nunca a una mujer con el pelo teñido de azul. Pasaron muchos años antes que volviera a ver a otra fémina con peluca azulada o avioletada.
El Instituto Peruano Británico, al menos su sede central, por entonces quedaba en la Calle Moquegua, a un paso de la parte lateral trasera del Hotel Bolívar. Era una casona con artesonado macizo, compacto, sólido, de sobrios tallados. Había resistido muchos terremotos con mínimos efectos en su estructura y en su apariencia y disposición externas e internas. Las escaleras, como también sus poderosos pasamanos, eran de madera, firmes y resistentes, por las que se podía subir y bajar sin que rechinaran, sin que crujieran ni se quejaran. A medio camino de ellas había rellano a partir del cual cambiaban de dirección virando hacia la izquierda, de tal manera que desde varios niveles y ángulos podíase observar la sala de estar, núcleo del inmueble, centro y meollo de la vida social que allí existía, con sus personajes de carne y hueso, siendo el té de las cinco de la tarde escenario arrancado de un cuento dickensiano. El té de las cinco de la tarde era ritual sagrado que verificábase con independencia a cualquier cataclismo o hecatombe nacionales o mundiales. Mi maestra, como inglesa cien por cien que era, tomaba el tradicional té de las cinco de la tarde. Eran frecuente compañía damas y caballeros insulares, archipielagueños, británicos, de quienes ahora también evoco a uno en especial, que sin duda había nacido con la pipa en la boca, porque sólo se la sacaba unos segundos para volvérsela a colocar entre los labios mordiéndola por la boquilla con reciedumbre, cachimba cuyo uso habíale puestos los dientes más marrones, más oscuros y más opacos que el color de los mismos artesonados del techo.
Salgamos ahora del edifico central del Instituto Peruano Británico y vayamos hasta la Plaza San Martín, hasta La Colmena, hasta el costado del Hotel Bolívar, para tomar el tranvía que nos lleve al Callao. Allí llegaban, hacían cambio de rieles, esperaban a que el público subiese, y reemprendían su marcha hacia El Callao. Había dos tipos de tranvías: el chato y el cacerola, o sea, los que tenían los extremos angulados, y los que tenían los extremos redondeados, respectivamente.
 
Tranvía transitando por Calles Limeñas
Los tranvías llegaban y salían con frecuencia. El del Callao bajaba hasta la Plaza Dos de Mayo y tomaba La Colonial, que, por ser ya vía recta y despejada de tránsito, era cuando tomaba viada y empezaba el verdadero traqueteo y bamboleo:
- RRRRRRRRRRR rrrrrrrrrrrrrrrr... Trac trac trac trac... RRRRRRRRRRRRRR rrrrrrrrrrrrrrr ... Trac trac trac trac ...
Tranvía en la Plaza Bolognesi, hacia la Av. Colonial
Los sujetadores libres que pendían del techo se columpiaban de un lado a otro, rítimica, sincrónica, acompasadamente ...
Debido a la inexistencia de edificios altos que obstruyesen ni estorbaran la libre visión hacia el mar, era desde este sitio desde donde en lontananza se divisaba El Callao, el Puerto, Chucuito y La Punta. A la distancia de seis decenios o más, e independientemente del tiempo que aún transcurra, mientras viva nunca me abandonó ni abandonará la feliz emoción que reiterativamente sentía entonces, que era la del retorno al Callao, la de avizorar mi Mar Océano, mi Ciudad, mi Malecón, mi Puerto, con Chucuito, La Punta, la Isla San Lorenzo y todo lo que le pertenece al Callao por designio de la Naturaleza, del Destino y del Espíritu chalacos.



Tranvía pasando por el Cementerio Baquíjano del Callao


Superada la Urbanización de Mirones, que dejábamos atrás, venía la Unidad Vecinal Nr. 3 y la Fábrica de Confecciones Militares que estaba al frente, la misma que se construyó a principios de los años cincuenta-, y la Iglesia de la Legua, donde también estaban los depósitos de los mismos tranvías, haciendo con ello la mitad del recorrido. Seguía la vía hasta el Cementerio de Baquíjano y Carrillo y llegaba a la Avenida Guardia Chalaca, que era lugar ya de concentración urbana, puesto que hasta este sitio, aparte de las escasísimas urbanizaciones y edificios mencionados, el resto del territorio era de chacras, granjas, huertas, sembríos, canchones, corrales, cuadras y potreros. Paralela a la línea férrea discurría la carretera Lima-Callao: camino real entre la Capital y su Puerto marítimo natural. Contiguo a este caminio real, al lado del sur, o sea a nuestra derecha yéndonos a Lima, por kilómetros alzábase tapia de adobe, de entre metro y medio y dos metros de altura, por medio metro de espesor, cuya superficie lucía pinturas multicolores de diversa propaganda, en las que primaban casi puros los primarios: azules, rojos y amarillos, y sus complementarios, verdes, violetas y naranjas. Prosiguiendo nuestro recorrido, y ya en la ciudad del Callao, el tranvía dejaba atrás el Mercado Central de Abastos, o Plaza Grande, para despedirnos en el paradero del Cine Alhambra, al frente del Cine Porteño, de la Librería Minerva y de la Bodega Olcese, en la esquina de la Calle Lima y Miller. Nunca pude ingresar al Cine Alhambra puesto que por mi época de niñez había sido ya cerrado y no funcionaba ni funcionó más, pero a través de sus rejas observé muchas veces su patio en penumbras, con una fuente en el centro, que le daba aire misterioso, recóndito, enigmático. Mientras que el tranvía continuaba su recorrido hasta la Plaza Grau, Chucuito y La Punta, yo caminaba por la Calle Miller hasta Libertad, y de allí, hasta mi casa.
Esquina de la Calle Lima con Paz Soldán
Paso de la línea del Tranvía por la Plazuela Grau, hacia Chucuito-La Punta


Paso del Tranvía por la Calle Gamarra en Chucuito

Ingreso de la línea del tranvía a La Punta
Finiquitada la distancia que hay entre ese limeño punto geográfico: Instituto Peruano Británico, con su maestra con vestido sastre, pelo teñido de azul; recta, estirada y seca de carnes como estaca viviente, y el Barrio de Libertad, así como acabo de relatar, por aquel tiempo conocí también a un señor que tal vez fuera el último ratero que existió en El Callao.
¿El último ratero? ... ¡Imposible! ... ¿Y los de ahora, que abundan como piedras de Cantolao?, protestarán sorprendidos aquéllos que sinonimicen esta acepción equiparándola a ladrón, pericote, choro, chorizo, caco, pericomprero, bolsiqueador, faltriquerista, asaltante, atracador, delincuente, foraja, etc., ... Sí, señores: el último ratero es el que ahora les presento.
Era éste hombre maduro con cara un tanto de marsupial. Llevaba pantalones plomos, plomo de oficio: color rata, gastados, bolsudos por las rodillas y perneras, y cubríale hombros, espaldas y pecho un saco cuyo primer dueño sin duda fue el bíblico Matusalén, prenda que en sus buenos tiempo debió ser azul oscuro, pero que por las fechas que me refiero había tomado tonalidades y matices indefinidos, como los atardeceres de invierno costeño. Los bolsillos, que no eran de parche sí estaban parchados, reparchados, recosidos, rezurcidos y remendados, hacíale las veces de talegos o alforjas didelfianas, depósitos de trampas grandes y pequeñas con las que daba él guerra sin tregua ni cuartel a los roedores de la comunidad.
Sistemáticamente hacía sus razzias por los alrededores. En ocasiones se dejaba caer por la casa. Llegaba para reconocer los rincones y parajes más frecuentados por pericotitos, ratones y ratas domiciliarios, allí donde estos se congregaban para informarse acerca de las reservas de granos y almacenes alimentarios de toda la manzana. Nuestro ratero les seguía el rastro con la misma pericia que los beduinos del desierto las huellas de quienes los precedieron por los inexistentes caminos de arena.
- Sí ... aquí ha habido asamblea de ellos ... fíjese, señora – le decía a mi mamá indicándole con el curvado dedo índice un rincón de la habitación en que en ese momento estaban –, la cantidad de cagaditas que dejaron denuncian significativo cónclave... Contándolas saco en claro que el concilio duraría unos diez minutos. ... Aquí y aquí habría que poner estas tres trampitas con este queso oloroso que he traído – extrajo unos trozos de uno de los zurrones de su indumentaria –, y, más allá, un par de las grandes, para mucas, porque deben ser peludas y del tamaño de ratas vaporinas, ésas que proliferan en el Malecón y en el Muelle.
- Tenga cuidado, maestro, cuando manipule las trampas – díjole mi mamá cuando hubo visto los artefactos ratoneriles –, ¿no tiene miedo de que le caiga sobre los dedos?
- Ya no, señora Augusta ... Cierto que a los mejores cantantes se les escapan gallos, como que también a mí me sucedió que una vez casi me vuelo un dedo porque ...
- ¿Que casi se vuela un dedo?
- Sí, señora: ¡casi me vuelo un dedo! ... Hace años había unas trampas con una especie de cuchilla aquí, en esta parte que cae sobre el lomo de las ratas... Ahora, como usted ve, simplemente hay un alambre rígido, duro, ... Las trampas modernas les rompe el espinazo, pero antes se los cercenaba; las tajaba por mitad... No había rata que quedara de una sola pieza, y era cosa después de armarlas como rompecabezas. Así, preparando una trampita de aquéllas, se me soltó la horqueta ésta en forma de U, que me cayó sobre este dedo – mostró el índice de la mano izquierda –, ... No sentí dolor alguno, pero sí luego que lo ví colgando en hilitos ...
- ¿Y qué hizo usted, maestro...?
- Saqué el pañuelo y amarré el trozo de dedo que colgaba ... Antes hube de colocar ambas partes como yo creía que se correspondían ... Pasó el tiempo y se me soldó, creció la carne ... mire, mire aquí – mostró el dedo de la historia y lo movió – claro que no está como al principio, pero tampoco es para quejarme ... Menos mal que no fui donde el médico, porque de seguro me habría dejado mocho. Me hubiera hablado palabras raras, muy científicas, muy eruditas, que yo no hubiese entendido, pero igual: me habría desmochado. Al menos aquí lo tengo y todavía me sirve.
- ¿Que cómo es este trabajo, señora doña Augustita? ... Este trabajo, señora, es a destajo, por piezas entregadas: tantas ratas y tantos pericotes, tanto de honorarios... Hasta no hace mucho el municipio me pagaba veinte centavos por roedor, pero luego me aumentó, y ahora me da cincuenta centavos. Hay días en que ratas y pericotes se pasan la voz y no aparecen, pero otros, saco buen racimo de ellos ... ¡Si viera el ramillete que entrego a la Municipalidad!
- ¿Que cuántos quedamos? ... De los de mi profesión sólo quedo yo ... De los otros rateros El Callao sí está plagado ...: ¡Ésos, señora doña Augustita, están enchanchullados con las autoridades! ... Si no hubiese confabulación y enredo entre ellos tampoco habría tanto ladrón, ¿no cree usted?
La conversación duró todavía un poco más – en El Callao, como en todo sitio, siempre sucede algo y cualquier cosa que ocurra es susceptible de comentarios –, hasta que habiendo recolectado su cosecha, y dispuesto lo conveniente en los rincones, muy dentro de sus bolsillos, nuestro ratero guardó sus patíbulos portátiles, sus minúsculos cadalsos, despidiose y se fue por donde había entrado: por la puerta de calle.
Calle Libertad, Callao Centro Histórico
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu - Estonia
El Callao - Perú
Viernes 04.05.2012
 
Fuente:
Archivo de Imágenes Callao-Currarino




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