MARÍA
Sí, definitivamente en la
vida hay sucesos, eventos y acontecimientos inexplicables, enigmáticos. Algunos
nos vienen al cerebro en fragmentos instantáneos y pasajeros de ensueños, o en
esos resquicios existentes entre la vigilia y el sueño mismo, dejándonos la
imagen completa, acabada de lo ineluctable que vendrá. Son destellos fugaces
pero cuyas percepciones se convierten en duraderas. Uno de estos episodios sea
quizás el relacionado con María.
María Cargotich Shaw fue
medio hermana materna de mi abuela paterna Luisa Tassara Shaw. Ambas tuvieron
madre común en Margarita Shaw. María vino al mundo en El Callao. Su
alumbramiento se produjo en el año del Señor de 1886, o sea ocho años antes que
mi abuela también naciese en nuestra ciudad portuaria.
Calle
Lima esquina con José Gálvez 1886
Quien haya leído mi
narración LA CARTA, donde historiamos la misiva escrita por Miguel Cargotich
Shaw el 16 de junio de 1892 – navegante casi niño que a la edad de 13 años
falleció perdido en alta mar–, epístola que fuera la última que escribió, en un
párrafo de la misma leemos: … memorias a ti y a maria un besito i un abraso...
(He respetado la grafía original del documento). Esta María es precisamente la
persona de la que ahora brevemente esbozo su semblanza.
Si describiésemos a María,
si esbozásemos su reseña personal e indumentaria resultarán similares a las de
otras damas de su tiempo. Decididamente cada época, cada cultura y cada ciudad
tienen su gente de rasgos coincidentes, sus gustos, su manera de hablar y de
entonar las palabras, sus giros idiomáticos. La recuerdo así como ella era por
los años en que fui criatura, que es tanto como referirme a las postrimerías de
la primera mitad del siglo XX, concretamente el 1949 o 1950. María fue mujer
alta, más bien gruesa que delgada sin perder por ello su porte gallardo e
imponente de una hermosura que los años no habían disipado. Así como a la
distancia de los seis decenios que me separan de ella viene a mi memoria, María
tenía clara la tez y ojos de tono verdoso acaramelado. Lucía tupida cabellera
sobre despejada frente. Sus largas guedejas, entre castaño claras y canosas le
servían para entrelazarlas y tramar trenzas que se las enroscaba en el cráneo o
las remataba envueltas configurando apretado moño en la coronilla.
Ahora me sería imposible
indicar con exactitud el lugar de su domicilio, pero era yéndonos por la Calle
Montezuma y atravesando las demás callecitas de nuestra vieja ciudad marítima,
oceánica, vaporina, que poco después, para celebrar el centenario del Callao como
Provincia Constitucional, cayeron bajo pica y combo de los alarifes municipales
para el trazado y apertura de la Avenida Dos de Mayo. Jamás comprendí por qué
hay que destruir lo antiguo, desaparecer lo vetusto, demoler lo histórico, lo
que es parte de nuestra personalidad y cultura arquitectónicas, los que nos une
con el pasado y nos hermana a todos, o sea aquello que nos dejaron nuestros
mayores, y remplazarlo por algo que nace desprovisto de biografía.
Avenida
Dos de Mayo antes de la ampliación por el Jr. Piura
Esquina de Monteagudo con el Jirón Piura
Mi abuela tocaba y María
presurosa abría la puerta. Aparecía allí, con su solemne figura, flanqueada por
ambas jambas del marco de la entrada de su vivienda, en el umbral y bajo el
dintel de su morada. Inmediatamente a continuación de la mencionada puerta de
calle había otra menos compacta y menos sólida, con vidrios de colores que se
rombotizaban en paralelogramos pequeños de color rojo, azul, amarillo y verde
intensos, mampara protegida de visillos blancos que, una vez franqueada,
ingresábamos en la sala. Nosotros pasábamos y ante mí se dibujaba escenario
familiar. El suelo era de listones de madera de un color marrón opaco, oscuro,
humilde pero limpio. Desde el más remoto pretérito hasta mí llegan espejismos
de sus muebles, reflejos de sus enseres: ésos antiguos de recto respaldar,
acojinados con pequeñas almohadillitas, con canalitos entre las unas y las
otras; tapizados con tela cetrina, de un estilo que no he vuelto a ver en esta
vida.
María hablaba con voz
potente. Dentro de su amabilidad y llaneza chalacas todo en ella denotaba
energía, firmeza, contundencia. Era adicta al tabaco, lo que se dice puchera
recalcitrante, tanto que diariamente encendía, fumaba hasta el final y apagaba
los cigarrillos de ocho cajetillas, con lo que significamos que superaba en 16
unidades a los contenidos en una gruesa. Su doctor de cabecera le recomendó
limitarse en el placer del humo -para chimeneas y emanaciones bastaba con las
de la Cervecería del Callao-, y ella creyó interpretar y cumplir correctamente
los consejos facultativos reemplazando los 160 cigarrillos por ocho cigarros
puros por jornada, a razón de un cigarro habano por cada cajetilla.
Hay un gesto muy suyo, un
movimiento facial, una especie de mueca que también lo tenía mi abuela.
Constituíalo éste cierto mohín en uno u otro de los extremos del labio
superior, especialmente en el del lado derecho. Cuando cualquiera de las dos
consideraba que lo que escuchaban no reflejaba la realidad, o que ésta era
exagerada, o que las estaban engañando, chupaban y succionaban la porción
labial referida. Manteníanla dentro de la boca esbozando casi una sonrisa, y
miraban a su interlocutor con ojos festivos, semicerrando los párpados, en
guiño difícil de describir.
Mi abuela contaba que María
tenía la costumbre de saludarla abrazándola por la espalda. Se le acercaba
silenciosa, cautelosa, sigilosamente, como aparecida, como fantasma
benevolente, y la ceñía por la espalda, apretándola, riéndose de su sobresalto.
Así había hecho desde que María era adolescente y mi abuela una niña.
Las cosas, como los individuos,
poseen identidad, carácter, un no sé qué que las hace como si fueran sensibles,
como si se encariñaran con los habitantes del hogar, como si derrocharan
simpatía y buena fe por sus dueños. Uno de esos objetos fue ése que en mi casa
natal nosotros llamábamos el camastrón.
El famoso camastrón fue la
cama matrimonial de mis abuelos Luisa y Melitón. Este era sólido mueble de
hechura de bronce, con intensidades y matices diferentes de su macizo
amarillento-verdoso-rojizo, según se le mirara al influjo de diferentes
momentos del día. Los tubos de la estructura serían de unos seis centímetros de
diámetro; en los de sus extremos de la cabecera y de la parte correspondiente a
los pies tenían unos aros corredizos que yo los hacía subir, los empujaba hasta
arriba y los soltaba, cayendo libremente y produciendo un sonido metálico, más
o menos seco, cuyo timbre se apagaba no bien chocaba con sus bases. El somier
era de madera, de viga, de tronco rectangular, moldura de unos 15 por 10
centímetros de alto y espesor, respectivamente, que circundaba todo el
perímetro del amplio tálamo. Un alambre grueso entrecruzaba su urdimbre de
cocadas en el que descansaba el colchón de paja sobre el que nosotros, cuando
no dormíamos solíamos jugar y saltar. Me veo escalar hasta lo alto de la
cabecera de bronce y desde su cima lanzarme al vacío, caída corporal que
detenía el mencionado colchón relleno de forraje.
Fue una mañana del año de
1950 o del de 1951, lo misma da, cuando nos habíamos despertado pero aún
seguíamos en el camastrón sometiéndolo al batacazo de mis zambullidas desde la
cúspide de la cabecera. Mi abuela Lucha discurría por el cuarto sin quitarme el
ojo para evitar que aterrizara sobre las tablas del suelo. Sobreparose de
pronto y miró hacia atrás, hacia sus espaldas: había sentido que la abrazaban
con la energía que María lo hizo siempre. Tuvo el presentimiento del óbito, la
premonición del tránsito de su hermana, de la partida de María a la otra vida,
la confirmación telepática y hasta física del luctuoso suceso. Se llevó ambas
manos al pecho y desde lo arcano de su alma exclamó: María … ¡María ha muerto!
… ¡María ha muerto!
Dos días después, cumplido
el tiempo del velorio, sepultaron a María en el Baquíjano.
Ricardo E. Mateo Durand
Miércoles 11 de enero de
2012
Tartu – Estonia
El Callao - Perú
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