jueves, mayo 31

Personalidades en el Callao : El Señor Don Fernando Belaunde


EL SEÑOR DON FERNANDO BELAUNDE

Arquitecto y Periodista – “El Arquitecto Peruano”

01 de Junio 1962 - 2012
En Homenaje al natalicio centenario del Arquitecto Fernando Belaunde Terry, ex Presidente Constitucional de la República, que se celebrará el 07 de Octubre del presente año, a quien el pueblo chalaco hoy 01 de Junio con ocasión del famoso “Manguerazo” de hace cincuenta años, lo recuerda con una de sus obras a los damnificados del terremoto del año 1966, en la Urbanización Pedro Ruiz Gallo - Callao

Uno de los arquitectos jóvenes del Perú, que en corto tiempo de actuación profesional ha destacado una personalidad de firme relieve, capaz de vigorosas iniciativas, es el Señor don Fernando Belaunde Terry.
Su cultura se muestra enriquecida por sus numerosos viajes al exterior y por los conocimientos adquiridos durante su permanencia en Francia y en los Estados Unidos. En este último país recibió su titulación profesional, después de realizar brillantes estudios en las aulas de una de las más prestigiosas Universidades oficiales.
Dirigido por hábiles profesionales de su ramo, el señor Belaunde Terry hizo la primera etapa de su carrera en la Unión, pasando luego a Méjico, como miembro de una acreditada empresa constructora.
Terminando sus obligaciones en el país azteca, regresó a su patria, después de haber asimilado los conceptos arquitectónicos de esas viejas civilizaciones.
Rápidamente el señor Belaunde Terry comprende que se abre en su propio suelo un campo de acción lleno de posibilidades y también se da cuenta  que hay vivo interés por conocer todas  las novedades que en materia de arquitectura ocurren fuera de las fronteras del Perú.
Con este claro sentido, guiado por una apreciación inteligente de las cosas, el señor Belaunde se da la infatigable tarea de publicar una revista que resume en sus páginas la esencia misma de su proyecto: divulgación profesional de la arquitectura.
Así aparece “El Arquitecto Peruano”, y así mantiene esta publicación desde 1937, llevándola con acierto, con entusiasmo, con brillo, y publicándola con religiosa periodicidad. La calidad de sus artículos, la vistosidad y buen gasto de su presentación, el cuidado puesto en su confección general y la óptima calidad de los materiales gráficos y papeles empleados hacen del “Arquitecto Peruano” una de las mejores revistas que en el género circulan y cuyo prestigio, por cierto, transpone las fronteras del Perú.
Consciente de que la arquitectura no es sólo una ciencia de élite, convencido de que sus conocimientos no deben limitarse en su divulgación a círculos determinados, acomete la iniciativa de lanzar una edición obrera que prepara en la actualidad.
Si como arquitecto el señor Belaunde Terry tiene ya varios éxitos en su carrera, como periodista se ha anotado uno más al alentar con tan bueno resultado la obra en que se encuentra empeñado.
El comercio avisador y el público en general miran esta revista con profunda simpatía. No podía ser de otro modo. Publicaciones como éstas son siempre la obra de muchas personas, de universidades o de corporaciones. En el caso presente es el resultado de la tenacidad y competencia de una sola voluntad, la de su fundador, dueño y director, el señor Belaunde. Conocedores del ramo ya que en él trabajamos, sabemos los desvelos y las dificultades que supone mantener una publicación como ésta en la forma que se lleva y con la perfecta regularidad con que se la edita.
Por ello nos complacemos en hacer llegar hasta el colega, dinámico profesional peruano, la expresión cordial de nuestras felicitaciones sinceras y nuestros votos por el progreso creciente.
Marcial Pérez Ponce de León
rmarcialperez@yahoo.es
Fuente de información:

Revista Internacional "Continental" de Chile 1939

domingo, mayo 27

Narraciones Porteñas : La Pulpería


LA PULPERÍA

La Pulpería de El Chino de las Tres Puertas y La Plazuela de Paita-Libertad vistas desde la Calle Bolivia.
A nuestra izquierda, Libertad; a nuestra derecha, Paita.
(Archivo Humberto Currarino - El Callao)
Tradicionalmente, con este nombre -pulpería- se conoce a la tienda que vende diferentes géneros para abasto y provisiones, por lo general frecuentada por las familias de una calle o de un barrio determinados. Una de las más conocidas del Callao, al menos en su viejo perímetro, fue la de El Chino de las Tres Puertas, a la que en otras ocasiones me he referido, y aún me referiré cada vez que me acuerde de ella y necesite nombrarla. Quedaba y queda justo al frente de mi casa natal y forma parte de mi vida. Aludiendo a este establecimiento diré que a El Chino de las Tres Puertas simultáneamente en algún momento lo nombraron Tienda de Enrique, o Tienda de Moisés e, inclusive, Tienda de Guachín, según fuese el hijo del Celeste Imperio que se hallaba al frente de su administración o fuese de sus personajes más conspicuos o representativos. Siendo adolescente, según escuché de sus propios labios, al menos todos o la mayoría de los de mi tiempo -me refiero a los que allí vivieron y trabajaron-, llegaron desde China continental evadidos por Shanghai o por Hong-Kong.
Mis recuerdos de Enrique son muy lejanos. Yo era niño cuando su alma voló a la mansión paradisíaca de sus antepasados y ancestros amparado con el salvoconducto doctordelpiniano. Era un oriental dosificado y promedio: ni alto ni bajo de tamaño; de contextura ni gordo ni flaco; de tez lisa, tersa, pulida, lustrosa, amarillenta y un tanto cerosa, por lo que no se le podía calificar de incoloro. No sé si fue inodoro, pero de ninguna manera insípido. Por la cara algo tenía de filósofo de la época de la Dinastía Qin. Era dueño de calvicie que sólo le había dejado unos pelos en el occipucio. Poseía cara risueña a toda prueba: sonrisa que nunca se esfumaba de sus delgados labios, y que, ni dormido, seguramente, se le desdibujaba ni desvanecía de la boca. Consustancial a su personalidad fue la amabilidad en su trato. Había aprendido el castellano, no sólo el preciso de pesos, números, medidas y precios para evitar que lo embaucaran, sino también el coloquial, que le servía de nexo comunicativo con sus parroquianos, por el que les trasmitía sus ideas y, sobre todo, enterábase qué es lo que ellos desean y servirlos en el acto. En China como en El Callao se da por hecho que la razón pertenece al cliente.
En cierta malhadada oportunidad a mi abuela Lucha le salió sietecueros en el dedo pulgar de la mano derecha, eso que los médicos llaman panadizo, aunque nadie les entienda a qué se refieren. Hablando oscuro e ininteligible los médicos cobran más, y, con el mismo método de parlotear sin decir nada, los iluminados y videntes les hacen creer a los inocentones que profetizan, fuente ésta de las mil y una doctrinas desparramadas por el mundo. Estando, pues, mi abuela en la tienda, comprando, a través de sus ojillos rasgados Enrique se percató de lo que padecía:
- ¿Qué tienes en la mano?, ¡dímelo pol favol!
- Ay, Enrique: me ha salido sietecueros que me hace ver a Judas calato.
- ¿Sietecuelos? ... Ju ... ¿Ju qué? ... ¿calato? ... Pala vel, déjame vel lo que ahí tienes – y extendió ambas manos para tomar la de mi abuela –.
Sujetó entre las suyas la extremidad sietecuereada, la observó detenidamente y le pidió que regresase dentro de media hora, tiempo en el que había preparado ungüento que, por lo que recuerdo del comentario que entre ellos se suscitó, y que mi abuela repitió en la conversación de sobremesa que le siguió al almuerzo de ese día, era mezcla de miel, canela, clavo de olor y otras especias de Cipango, bálsamo también conocido de su vecina la antigua Catay.
- Hay que untal (untar) esto en el sietecuelos y aglegal-le una lajita de tomate, pala luego amaláltelo con un tlapo, de tal manela que no se te caiga ... Mañana velemos cómo le fue a esa mano.
- ¡Gracias, Enrique! ... ¡muchas gracias!
-No hay pol qué agladecel
A la mañana siguiente le había ido bien: redújose el dolor, disminuyó la hinchazón y le regresó el alma al cuerpo a mi sufrida abuela.
¿Sería por el 1952 o 1953? ... No tengo claro en qué momento se desvaneció la figura de Enrique. Enlique, lo llamaban los parientes que allí vivían y trabajaban cuando rara vez entre ellos hablaban castellano. Se esfumó, pues, dejándole lugar a su compatriota Moisés. Ignoro, asimismo, cómo se llamaban Enrique y Moisés en su lengua nativa, seguramente en chino mandarín, pero para facilidad en la identificación de nuestro barrio, Enrique era Enrique y Moisés, Moisés.
Calle Libertad a la altura de la sexta cuadra
El gallinero de don Humberto Maggioncalda sobre la Pulpería
Archivo Humberto Currarino - El Callao
Este último, en ciertos aspectos fue la otra cara de la medalla. Moisés era un poco más alto que Enrique, también frente amplia pero sin que se le corriera hasta la nuca, y cabellera dura, parada, erizada, trinche como le dicen en el Perú. La multitud de canas habíanle acorralado y asfixiado los pocos pelos negros que aún le quedaba sobre la mollera, batiéndose éstos en retirada y próximos a su desaparición definitiva. Su gesto habitual era adusto, severo, austero, hierático, impenetrablemente serio sin dejar por ello de ser cortés. No me acuerdo que alguna vez riera: cuando quería hacerlo esbozaba una mueca, que en él significaba carcajada a quijada batiente. Eso era todo. Fumaba eterno cigarrillo que desprendía perenne humo gris, apéndice blanco encajado en su boquilla, cuyo color original por aquella época era ya imposible establecer. Los dientes, dedos y uñas – éstas largas como las de Fu Man-chú –, hallábanse teñidos de tonos azafranados y marrones, inclusive negros azabachados. Fumaba y meditaba mientras perdíanse las volutas de humo disolviéndose en el aire, como seguramente se disipan las ideas entre los pliegues cerebrales. Daba la impresión de hallarse sumido en profundo ensueño -plofundos poltentos y plodigios-, pero esto era sólo apariencia porque desde su observatorio poseía la capacidad de verlo todo, aunque los sucesos se desenvolviesen en las más desperdigadas direcciones, inclusive por la retaguardia. Apoyando los codos solía sentarse en la parte de atrás del mostrador, hacia el tabique que separaba la cantina y la parte que más cerca estaba de la Calle Libertad, lugar desde el que de manera automática, con exactitud de reloj suizo, hacíase presente cuando las circunstancias comerciales o sociales se lo exigían.
Acceso por la Calle Libertad
Archivo Humberto Currarino - El Callao
Como nada es eterno en este mundo llegó el instante en que Moisés pagara tributo a la Madre Naturaleza, suceso que pudo ocurrir allá por el 1960, o más adelante. Para los efectos de nuestra historia quizás resulte secundario especificar el año preciso. Recordemos el hecho mismo, cuando Moisés pasó a ser alma de la otra vida.
Esa noche, como era habitual, los muchachos del Barrio habían estado jugando. Frecuentemente ocurría que se metían en la tienda de El Chino de las Tres Puertas para esconderse en los discretos rincones que los mencionados portones formaban cuando estaban plegados. Usaban la tienda porque para ingresar y salir disponían de más de una elección, permitiéndoles esquivar la vigilancia del compañero que la llevaba en las escondidas. Ante irrupciones tales exclamaban los chinos:
¡¡¡Calajo, muchachos de mielda, no jolel pol aquí ... Váyanse a jolel a otlo sitio ... Pol la puta madle !!!
Unas veces adentro y otras afuera, afuera la mayor parte del tiempo, siguieron esa vez jugando en la Plazuela de Paita-Libertad, cuando fue de notar que a hora tan temprana, inusitada y desacostumbrada –serían las 8.00 de la noche–, intempestivamente cerraron las puertas de la pulpería. Pronto se difundió la noticia que Moisés había sufrido un síncope, un ataque.
Juagando en La Plazuela de Paita - Libertad
Archivo Humberto Currarino - El Callao

Desde mi casa y balcón nos pusimos a observar el interior del establecimiento, cosa practicable desde donde yo vivía: el análisis se verificaba precisamente porque desde el segundo piso era posible ver el interior de la pulpería a través de unas cocadas de metal colocadas en marcos de medio metro de anchura, limítrofes al dintel, especie de celosía que se extendía de jamba a jamba, trama constituida sobre los portones plegables. Sin obstáculo pudimos mirar adentro, dominando con ello gran parte del mostrador, que era justo donde habían echado al desvanecido Moisés.
Observatorio desde el balcón - Casa natal
Foto de 1946, propiedad familiar del autor del artículo
El doctor del Pino no se hizo esperar. Como en alguna otra ocasión dejamos registrado, el doctor del Pino vivía cerca del taller del inventor Morales, de la carbonería del señor Garcés y de la vinería de don Domingo Cánepa. Llegó presuroso, llevando en la mano su maletín de médico, del que extrajo el estetoscopio. Le desabotonaron la camisa a Moisés. Auscultó el cuerpo, el pecho, las espaldas. Como los latidos cardíacos seguramente no se dejaban oír ya, entonces le colocó un espejito cerca de la boca y nariz, y aguardó varios segundos... ¡Nada! ... Vimos a la distancia de diez metros el gesto contrariado del doctor del Pino ... Hizo un lento meneo de cabeza. Guardó sus instrumentos de oficio en el maletín de donde los había sacado. Con movimientos pausados tomó su pluma fuente, la destapó y encajó la tapa en la parte trasera del lapicero, para trazar luego en su cuadernillo el respectivo documento certificando el óbito repentino de Moisés.
Acceso por Libertad
Archivo Humberto Currarino - El Callao

Con el deceso de Moisés la tienda quedó en situación indecisa y, tiempo después, cerrada por cierto período, circunstancia que, para evitar el olvido absoluto que causa la muerte, aprovechamos en pasar a su interior y recorrer los espacios pulperílicios. Antes, sin embargo, refirámonos a Guachín.
La llegada de Guachín a los predios pulperiles coincidió más o menos con el tránsito de Moisés al país de los calvos y su mudanza de Libertad a su residencia en uno de los cuarteles del Baquíjano.
Las crónicas chalaquensis guardan silencio sobre su nombre en chino y en castellano, por lo que el de Guachín salió de las aguas sacramentales del mismo Barrio, que es tanto como decir, de la agudeza de los vecinos.
Guachín era por entonces asiático joven, delgadito, sonriente, de un metro setenta de estatura. Caminaba dando saltitos, y no nos hubiera sorprendido que fuera en el Barrio donde se cortara la trencita con lazo rojo, en el caso que desde China hubiese llegado con coleta. Al avanzar, pues, a pasos cortitos, las extremidades locomotoras mostraban tendencia a separarse, fenómeno que se notaba sobre todo en las rodillas, mientras los brazos, acompasadamente, oscilaban en amplitud tal que se alzaban hasta la altura de los hombros, como si sólo por la parte superior del cuerpo estuviese desfilando a paso de ganso y a ritmo de allegro vivace. Tanto dentro como afuera de la pulpería calzaba sus pies con pantuflos o chinelas marrones, dejándole ver por el talón los colorines de las medias. Su incremento de volumen corporal evolucionó concomitante a su aprendizaje de la lengua vernácula, del castellano, que, en lo fundamental para el negocio, se verificó en tiempo récord. Como no disponemos de foto suya, adaptándole las particularidades descritas en estas líneas, el lector imaginativo podrá representárselo con sólo recordar al Chop-Chop del Halcón Negro.
Vamos ahora a la Pulpería.
Axioma, o sea proposición tan clara y evidente que no necesita demostración, es que con este nombre de El Chino de las Tres Puertas se le conozca a El Chino de las Tres Puertas. Salta a la vista sin investigación alguna, que el establecimiento posee igual número impar de entradas y salidas, y nada más. La primera era la que daba a Libertad, coincidiendo con mi casa con sólo cruzar la calle del mismo nombre; la segunda, la del medio, la frontal, la que se abría a La Plazuela de Paita-Libertad; la tercera, la que da acceso desde la misma Calle Paita. Que yo sepa, ni por el subsuelo ni por el techo había escapada. Por los aires tenía su reino gallineril el señor don Humberto Maggioncalda, donde, además, criaba palomas de todo tipo, todas con incontingencias estomacales -mierditis jodiendis-, propensas a descargar el vientre las 24 horas del día, de tal manera que no era precisamente maná lo que nos llovía del cielo. Dicho esto ingresemos por la puerta de la Calle Libertad.
Para internarnos en la tienda de El Chino de las Tres Puertas había que descender las escaleritas que existían junto a cada portón, escalinatas de sólo tres peldaños, sobre las que los muchachos de cada día, y los borrachos consuetudinarios sabatinos y dominicales, utilizaban para colocar sus posaderas y adormecerlas dejando pasar las horas muertas. Era allí donde el estibador McKeboy, ambos hermanos Taboada –del gremio de San José el marido de María–, Jacobo el Leñador -de oficio indefinido-, y demás miembros prominentes de aquella comparsa cuya descripción circunstanciada sería ardua tarea, sostenían ilustradísimos y enciclopédicos discursos que bien pudieron ser causa y origen de aquel refrán que afirma: cuando dicen lisuras las putas viejas el diablo se tapa las orejas.
No bien descendidas las tres pequeñas gradas, que, como indico, creaban desnivel entre la acera de las calles con el interior de la tienda, hallándose esta última más abajo, poníamos los pies sobre el enlosetado o embaldosado del piso, pasadizo que determinaba el largo y ancho existentes entre el mostrador y los mencionados portones –cosa de diez metros por dos metros y medio, respectivamente–, portones de dos hojas que se abrían y cerraban plegándolos y desplegándolos a ambos lados en sus partes componentes, que eran como tres, abisagradas las unas con las otras, las que, recalco, les servía a los muchachos para ocultarse cuando jugaban a las escondidas.
El embaldosado era de losetas antiguas, cuadradas, de 25 a 30 centímetros de lado, de ésas que, por hacer gala de vetustez la gente de espíritu achaflanado y cerril las cree inservibles, pero en realidad son hermosísimas. Cuando tipos de inteligencia obtusa llegan al puesto de alcalde o concejal del municipio se dan a la tarea de sacarlas de las veredas para reemplazarlas asfaltándolas, para, dicen, remozar la ciudad.
En un principio y por muchos años el mostrador fue en su totalidad de mármol gris claro, asentado sobre noble madera de roble. Más adelante, hacia el extremo de la Calle Paita se modernizó al sustituirlo por uno de superficie y lado lateral de vidrio -tanto en su plano superior como en el perpendicular, que daba al público-, dándosele la misión de servir de vitrina. Ganaba como escaparate pero perdía en solidez. Al frente del mostrador había también otras dos vitrinas que se alzaban desde el suelo hasta el techo, vitrinas-pared que daban a La Plazuela de Paita-Libertad, divididas por el portón central.
En estas dos, como también en la vitrina-mostrador, exhibíanse las mercaderías más sugestivas que uno pudiera imaginarse, que no eran otras que las venidas del Lejano Oriente: múltiples artefactos para el hogar; máquinas de afeitar de las antiguas, con sus respectivas hojitas de navaja que todo el mundo solicitaba por el nombre de gillette; y de las otras, las que poseían mango y se abrían: empleadas por peluqueros profesionales, sobre las que asentaban y repasaban en cinta de cuero grueso y largo, especial, que colgaban de las sillas donde los rapistas sentaban a sus clientes listos para el cardado, carmenado, trasquilado y esquilado. También, collares con abalorios coralinos; bomboneras de porcelana, polveras de nácar del Golfo de Tonkín, cajitas de chapas con tapas de concheperla, joyeritos de ámbar y guardapelos de madreperla de la Cochinchina; abanicos de papiro con pekinesas sonrientes; Budas hidrópicos con el tercer ojo ubicado en el huequito del ombligo; cofrecitos de laca de Malaca; boquillas con incrustaciones de marfil para cancerosos por tabaquismo, de marca Buenamuelte; armas punzo-cortantes adamasquinadas para japoneses con ganas de hacerse harakiri; jarros, termos y platos con ilustraciones de motivos mandarines –arbolitos con pajaritos, casitas campestres echando humo por sus chimeneas–; campesinos y semovientes labrando campos –arte plana: ilustraciones sin profundidad ni perspectiva–; alpargatas, pantuflas y botines; pañuelos para viudas alegres y abandonadas tristes; vinchas y medias para novias casaderas y muchachas en edad de merecer; palos para tender la ropa y para comer arroz chaufa; chalinas y pañolones, corbatas y mil artículos más.
Típica bodega de comerciantes orientales en el Callao
Archivo Humberto Currarino - El Callao

Las corbatas de colores complementarios: las de azul profundo ostentaban rayas anaranjadas; las de verde intenso, vetas de color rojo relampagueante; las de amarillo pato, rayos matizados de violeta que hacían la envidia de los artistas más surrealistas y chiflados que por entonces andaban sueltos por El Callao. Engalanarse con una de ésas y salir a lucirla por la Calle Lima era como invitar a médicos psiquiatras a echarle el guante al intrépido y que lo enfundaran en camisa de fuerza convirtiéndolo en pensionista del Larco Herrera.
Viendo las cosas a la distancia del tiempo y del espacio causa extrañeza y perplejidad cómo los hijos de la milenaria China se dieron maña para acomodar tanto en tan escaso ambiente ... ¿Sería ciencia oriental antigua que al mismo tiempo dos cosas ocuparan un sólo y mismo lugar en el espacio?
Hacia el otro lado del mostrador estaba el corredor que utilizaban los discípulos de K´ung-fu-tzu (Confucio: Maestro Kong), y Lao-tse (Viejo Maestro), para moverse como cerrojo, de aquí para allá y de allá para acá, atendiendo al público. A espaldas de ellos erguíase un aparador de largo a largo, donde yacían en línea y formación disciplinadas los casi veinte frascos blancos y transparentes que guardaban chocolates, caramelos de perita, de limón, de menta, de anís y otros; galletas Chaplín, galletas de soda y galletas de vainilla; chicles Adams y Bazookas, que venían con su papel encerado y dibujitos de historietas; fideos, arroz, azúcar, café, etc. Cuando los chinitos despachaba caramelos agarraban un trozo de papel blanco y lo ponían en la palma de su mano izquierda; luego, con los dedos de la derecha crispados en rastrillo, más poderosos que horquilla de acero, escarbaban entre el montón de golosinas que allí había, y separaban las melosas unidades unas de otras, depositándolas en el mencionado pedazo blanco para, a continuación, entregársela al usuario. Eran tiempos de microbios, bacterias, bacilos, protozoos, gérmenes, microorganismos y virus inexistentes, porque con las mismas manos y dedos que despachaban lo pegadizo y amelcochado también recibían el importe de la venta, entregaban el vuelto y se rascaban el orificio somático que fuera.

Otro típico modelo oriental de Pulpería en el Callao, con su Salón de Té
Detrás de tan rígida y disciplinada formación de frascos, todos del mismo tamaño y de la misma forma, todos con sus tapas del mismo material donde en el centro había una perilla sujetadora para manipularla, había otra vitrina de suelo a techo pegada a la pared, como la que recién he referido, pero con botellas de pisco, vinos, mentas y demás licores, bajativos y emborrachativos. La mencionada pared separaba a la tienda de la trastienda, o sea del depósito de abarrotes que simultaneaba de dormitorio y residencia de los tres o cuatro chinos que constituían esa sociedad basada en la etnia, parentesco e interés comercial.
Para el lado de la cantina, concretamente de Libertad, había una moledora de café, de fuselaje color rojo, y cuyo sonido al moler y olor del café machacado hasta ahora me acompañan con sólo pensar en ellos. El café triturado aterrizaba en el depósito barrigón, accesorio de la máquina, donde lo tomaban por el mango. El contenido se echaba sobre trozo de papel blanco acucuruchado y dispuesto previamente en el platillo de la balanza.
Acceso por Paita
Ventana grande con postigo para atención exclusiva en circunstancias de reposo
Archivo Humberto Currarino - El Callao
El extremo que daba hacia Paita era sólo pared angosta, donde existía una ventana grande que siempre permaneció cerrada a cal y canto, salvo la partecita inferior, especie de postigo, por donde en caso excepcional atendían al comprador que tocara por urgencia cuando la tienda se hallaba de asueto. Contigua a esta pared, límite de la chingana por los lados sur y norte de la rosa náutica, había sendas puertas que daban acceso a las cámaras íntimas de los chinitos, donde convivían con las rumas de sacos de harina, de arroz, de azúcar, de menestras y carapulcra, de conchuelas y vitaogo para las gallinas; con las cajas unas sobre otras: amarradas cajas y rumas a modo de pared de ladrillos. También las había de aceite y de vinos, de ésos que provocaban urticaria, erupciones y sarpullidos cutáneos, siempre y cuando el catador no perteneciese a la cofradía de los Taboada, de los Jacobo ni de los del guarapero empedernido de McKeboy el Lisuriento. Ingresaremos también en estos aposentos recónditos y privados, pero antes hablemos un poco más de lo que todavía nos falta decir de lo había afuera.
Afuera, refiérome nuevamente al corredor de despacho, contiguo a la hilera de frascos blancos y transparente de los dulces y golosinas de los que ya hablamos, también hacia la Calle Libertad, había un armazón grande, poderoso, compacto, ciclópeo, de cuerpo marrón, con dos puertas superiores y otras tantas inferiores sujetas por relucientes bisagras de metal bruñido, que no era otra cosa sino el cuerpo, el cuerpazo de una señora refrigeradora de amplísima capacidad, que, en caso de hecatombe nuclear hubiérasele podido utilizar de bunker anti radiactivo.
Los dichosísimos tiempos que relatamos, en comparación con los actuales, se caracterizaban por la existencia de menor cantidad de electrodomésticos, como refrigeradoras, lavadoras, tocadiscos, teléfonos, etc., en posesión del vecindario. A fin que el trozo de carne o pescado que al día siguiente nadarían solitarios en la sopa no adquiriesen olor detestable ni menos se agusanaran, o el contenido lácteo de la mamadera del muchacho no se convirtiera en requesón fresco por efectos del calor, las familias llevaban sus viandas adonde el chino, que, acto seguido tomaba el consabido pedacito de papel blanco de despacho, apuntaba el nombre y dirección de su propietario, y con movimiento cercano a la velocidad de la luz lo pegaba con un sólo sopapo en el fragmento de carne, si era carne, de pescado, si pescado, abría las fauces de la refrigeradora y confiaba la comida a esas invioladas profundidades. Vamos ahora a la cantina adyacente.
Se ingresaba en ella por la puerta que quedaba al lado del portón de la Calle Libertad. La puerta de la cantina era de vaivén. Se extendía desde la altura de la barbilla de cualquiera de los borrachines habituales hasta las pantorrillas de los mismos beodos consuetudinarios. Para los de menguado tamaño, como las criaturas, lo que adentro ocurría podía ser visto como si presenciara película desde mezzanine. Allí se daban cita las ya nombradas egregias celebridades. De vez en cuando, alguna que otra dama del Barrio, o de barrio de los alrededores aceptaba la invitación para mandarse su andanada bielas. Evitaré consignar nombres: la discreción ante todo. Cuando el entusiasmo etílico aumentaba entre los participantes de ambos sexos democráticamente sucedíanse escarceos, devaneos, flirteos, manoseos, sobaduras, tanteos, toqueteos, palpamientos, pellizcos, mordiscones, alzadas, paleteos, maroqueos, punteos, contrapunteos, sondeos, estrujamientos, apretones, apachurramientos, cargamontones, o sea circunstanciados exámenes topográficos de frente, laterales y por la retaguardia, que daban como resultado barrenamientos, perforaciones, penetraciones y otras variantes imaginativas del género humano.
Ingreso-salida por la Calle Paita. Obsérvese al fondo la torre y aguja de La Matriz
Archivo Humberto Currarino - El Callao
La cantina, con superficie de unos nueve metros cuadrados, disponía de un lugar muy concurrido, que era el urinario, adonde se acercaban grandes y pequeños para aligerar impostergables perentoriedades fisiológicas. Estaba éste entrando y de frente al fondo sobre la mano izquierda, pegado a la pared. Las micciones –meaderas, para me entienda cualquier chalaco–, eran torrenciales -como estruendosas las flatulencias-, tanto que en ocasiones, como consecuencia de atoro por los puchos que allí tiraban, rebasaba la presa construida delante del usuario, murito de contención que llegaba hasta las canillas, circunstancias que imponían el ingreso con zancos o, si no los había, a modo de nuevo milagro, chapoteando por sobre las aguas nobles, libres a Dios gracias, de marineros flotantes.
La chingana propiamente dicha estaba separada del resto de la tienda por unos listones de maderas que actuaban a modo de tabique. Una ventanita de mala muerte (caunter, dirían ahora los huachafos), comunicaba la chingana con el resto de la tienda, por la que se trasegaba los tragos, mulitas y mulones que los ilustradísimos solicitantes ordenaban y eran inmediatamente servidos. Hay que remarcar que la prontitud y eficiencia, sobre todo en este sitio, fue práctica siempre respetada.
Como hemos prometido verificar un ingreso, aunque somero en la común alcoba cuchitreril, tratemos ahora de dar idea de su estado. Dejo firme constancia que jamás estuve dentro, pero sí en especiales circunstancias, cuando los trapos de ambas puertas, confeccionadas de costales de yute, que hacían las veces de cortinajes hallábanse descorridos, podíase a gusto también agüeitarla, fisgonearla o huronearla y, por superposición, interacción y asociación de imágenes sucesivas, formarse noción del conjunto y de las condiciones en que los chinitos residían y dolmían a pielna suelta.
No había lechos en el sentido estricto de la palabra, sino estrechas camas camarote semejantes a las de las carabelas de Colón, apiñadas unas sobre las otras, para ganar espacio. Del techo colgaban farolitos de colores a modo de fuelle de bandoneón arrabalero, con inocentes dragoncitos vomitando más fuego que el Volcán Krakatoa; serpientes kilométricas enroscaditas; ositos pandas devorándose los pocos cañaverales que todavía quedaban en China; pajaritos trinando en las ramitas de árboles con montañas de fondo, pero sin perspectiva, como hemos comentado, y otras cosas más que obviaremos describir
Pese a lo registrado hasta aquí, el cuadro quedaría inconcluso si no mencionásemos otra expresión artística de primerísimo orden: la música, que a borbotones salía de tan original covacha.
China es tierra milenaria, de arraigadas tradiciones, pueblo que algunos autores han calificado de imperio inmóvil. La música china debe ser bellísima para el oído chino, sobre todo la ópera, que, en su país cuenta con crecido número de admiradores. Era frecuente en El Chino de las Tres Puertas que sus integrantes escuchasen embelesados, hechizados por completo, fascinados absolutamente, los coros, cantores y voces operísticos que transmitía la emisora que dirigía sus programas a los radioescuchas de este inmenso país radicados en el Perú. Para el chalaco medio de aquel entonces, y no sólo para el medio, ignorante no únicamente de la ópera china sino de todas las óperas habidas y por haber en el mundo, escuchar conjuntos vocales de esa procedencia oriental era tanto como hallarse cerca de patíbulo de gatos en plena faena de exterminio, o, cuando un conjunto de los mismos felinos en celo importunaba con sus gatuperios en las noches de Plenilunio a los residentes del Barrio.
Vista de la Plazuela de Paita-Libertad tomada desde la Calle Bolivia
Archivo Humberto Currarino - El Callao
Cerraron La Pulpería tiempo después del luctuoso suceso de la desaparición física de Moisés. Apagose con ello la fuerza centrípeta que cohesionaba aquella comarca porteña, la misma que, sin embargo, resurgirá vigorosa, como Patillo Fénix que emerge batiendo alas de las cenizas y rescoldos del brasero choncholicero de la madre de Darío, para continuar irradiando relaciones de comercio y cultura a tan significativa parcela de nuestro antiguo Callao.
Ricardo E. Mateo Durand
Tartu Estonia - El Callao
Perú Domingo
27 de mayo de 2012

miércoles, mayo 23

Narraciones Porteñas : Expedición Chalaca a Marcahuasi


EXPEDICIÓN CHALACA A MARCAHUASI
Especiales de los Chalacos
Introducción
Alberto Muñoz es un chalaco que siempre ha tenido interés por la cultura siendo sus temas favoritos la arqueología y la historia. Estudió en el colegio Don Bosco y Economía en la Universidad Inca Garcilaso de la Vega. Trabajó en el Terminal Marítimo. Conoció a Yoli, muchacha de mucha cultura y aficionada al folklore. Juntos en encuentros de amistades tocan, ella el charango, él la zampoña. Ambos residen ahora en Miami. Yoli es Administradora de Empresas y trabaja en Kislak Bank en Miami. Yoli también tiene un Ministerio en la Primera Iglesia Bautista de Coral Park, trabajando con jóvenes. Alberto trabaja para el departamento de Operaciones en Barclays Bank; un banco inglés internacional con oficinas en Miami.

Marcahuasi, cerca a San Pedro de Casta en la provincia de Huarochirí, departamento de Lima, es un lugar misterioso. Se encuentran ahí gigantescas piedras antropomorfas. Alberto y Yoli han tenido la oportunidad de visitar este maravilloso lugar. La narración que sigue trata sobre la primera visita que hiciera Alberto a la meseta. A continuación la aventura de una expedición a Marcahuasi, narrada por Alberto (Puna Runa) y Yoli (Kukulí).


LA EXPEDICION
(Autores: Puna Runa y Kukulí
Hoy me encontraba charlando con Fabián Carrera, gran amigo chileno, compañero de trabajo, diestro en el arte de las respuestas ágiles y de ingenio, en una de esas horas de almuerzo entretenidas, sobre todo cuando tocamos historia, costumbres y temas comunes entre un peruano y un chileno; cuando vimos en el televisor el anuncio de una película llamada Rapa-nui. Cuando le hice mención de que en el Perú tenemos algo parecido, el pensó que me refería a Tiahuanaco, en el Altiplano Boliviano-Peruano; pero le expliqué que siguiendo la cuenca del Río Rímac, hacia la Cordillera de los Andes, hay un lugar que se llama Marcahuasi, donde para muchos se encuentran los templos de piedra de una civilización antediluviana.

En ese momento retrocedí en el tiempo 20 años de mi vida, y empecé a recordar momentos hermosos vividos con los "patas" de Santa Marina Norte, en el Puerto del Callao, cuando un grupo de intrépidos muchachos, cuatro para ser exactos, decidimos ir a ese lugar, inspirados por la película "Encuentros Cercanos del Tercer Tipo", y por el chisme que allá un día se vieron OVNIS. Para ir, usamos un auto mini-Morris del año 64, cuyo dueño, el amiguito "Carlucho" Bernal, orgullosamente puso a nuestra disposición una mañana muy temprano cuando nos despedimos diciendo a nuestras madres: "nos vamos a Chosica y regresamos a la hora del almuerzo", sin sospechar lo duro que sería esa travesía, sobre todo cuando no se va preparado. El carrito de Carlucho corrió sobrado por los lugares planos, pero en las cuestas, sólo empujándolo llegó a los 3,600 msnm. ¡Todo un record!, cómo para inscribirlo en el libro de GUINNESS. Casi muertos de hambre y frío, emprendimos el regreso sin haber podido subir la meseta, y aceptando el axioma: "Gallinazo no canta en Puna".

Olvidando este percance y ya en el Callao, los cuatro retornamos a nuestras actividades habituales del trabajo, la Universidad, y esperando los fines de semana para coincidir todos los patas del barrio en "el tronco", restos de un árbol pintado con los colores patrios y resguardado con una cadena, para evitar que se usara como leña. El tronco soportaba las más acaloradas discusiones de existencialistas, filósofos, sociólogos y también arqueólogos, profesión innata que en el Perú siquiera uno en la familia lo lleva en la sangre, al igual que en Suiza, al menos uno es relojero. Toda esta gama de intelectualidad daba rienda suelta al deseo de cambiar el mundo que les tocó vivir. Se discutía con ardiente vehemencia, acaloradamente, sin evitar ponerse como "leche hervida". Cada intervención era aplaudida incluso por algún vecino que participaba desde su balcón; otros, sin embargo, nos gritaban furibundos: "¡Cállense ca......!

En fin, en una de esas exposiciones habló Mingo Zavala, conocido en el barrio como "Zandrox" (tomado del conocido astrólogo), estudioso de los fenómenos sensoriales, tercera dimensión, etc., etc., quien nos invitó a irnos de viaje por Semana Santa a Marcahuasi. Me opuse terminantemente pues aún me acordaba la desafortunada experiencia que tuvimos. Él insistió y terminó por convencernos, cualidad notoria suya. Quedamos que al siguiente sábado nos encontraríamos para últimos detalles en el "Cordano", un famoso y singular restaurante que aún existe, detrás del Palacio de Gobierno, por la Estación de Desamparados, y donde se preparan los sandwiches más ricos y baratos de Lima. Este lugar fue punto de reunión de grandes hombres de nuestra patria, y hay quien dice que en muchas de sus mesas se gastaron grandes hechos de nuestra historia y tal vez algún golpe de estado.

Al llegar allí sólo teníamos una preocupación: cómo conseguir suficiente dinero para los 11 que queríamos viajar. Al final sólo pudimos concretar en los viajes, comida y extra para 8, el resto no tenía ni para ir a Lima, pero insistían en ir prometiendo conseguir "alguito". Para celebrar nuestro futuro viaje decidimos ir a la peña folklórica Hatuchai, disfrutar de nuestra hermosa música y hacer amistades. Ya al regreso hacíamos los últimos detalles; el entusiasmo nos embargaba, los patas se sentían fakires; tres días sin comer bien, como si fueran a escalar al Everest. Yo, con alguna experiencia en montañismo les advertía que no sería un juego. En fin, el día miércoles nos reunimos a preparar un equipo de lo más sencillo comparado con las maravillas que se ven en U.S.A.; las viejas ollas de nuestras madres, compañeras de tantas aventuras culinarias dejarían por 3 días su lugar al igual que 2 cocinas primus, colchas para el frío y lo mejor que teníamos era una carpa prestada por una señora del barrio que pudo conseguirla de SINAMOS, entidad del Gobierno Militar donde ella trabajaba.

Por fin llegó el día de la partida. La madrugada del jueves Santo, sin que nadie supiera, sigilosamente, como las legiones romanas, salimos los 11 cruzando, los blockes A-B, pensando y soñando que nuestro regreso sería triunfante. El barrio entero dormía, menos el Chino Pepe, dueño de una bodega en Santa Marina, quien nos saludó y de pasada colaboró con nuestra despensa portátil. A propósito del Chino, luego que se fue del barrio no supimos más de él. Atrás quedaron muy apenados Pepe "Marengo" Arce y el "Chino" Campuzano, quienes no llegaron a conseguir ni para el pasaje a Lima. Ya por el camino nos encontrábamos con trabajadores marítimos, mis compañeros de trabajo del Callao, quienes se dirigían a su diario trajín, al igual que lo hice durante 15 años como Supervisor del Trabajo Marítimo.

Al llegar a la Plaza San Martín continuamos por el Parque Universitario, observando a la gente provinciana durmiendo en cada metro cuadrado de la plaza. Ellos habían dejado ese mundo tan hermoso que nosotros visitaríamos, por vivir en la ciudad de los Virreyes, haciendo tan patético el amanecer en Lima. Tomamos un desayuno ligero en una de esas carretillas frente a la casona de la Universidad Mayor de San Marcos (la más antigua de América), pan con "hot dog" y un vaso de emoliente; poco a poco se fueron uniendo más mochileros, algunos planeaban ir al Sur otros al Norte, pero la mayoría al igual que nosotros, a la carretera Central. Había un poco de frío en Lima, pero abril es una buena temporada para visitar la Sierra. Eran las 6:30 de la mañana, el ómnibus no tardaría en llegar, y en 45 minutos estaríamos llegando a Chosica. La gente estaba impaciente, se escuchaban las risas de Alberto " Jesucristo", Quinque Diplorio, su hermano Pedro, quienes lanzaban piropos a cuanta chica veían; ellas les correspondían, y hacían amistad, al igual que el "Chemo" Meneses, Oswaldo "Cuetone", su hermano, el "Polaco" García Fortunic e incluso nuestro "Guía Espiritual" Mingo Zavala.

Ya en CHOSICA a 40 km. al este de Lima, comprendimos que no éramos los únicos viajeros a Marcahuasi; parecía que todo Lima se había volcado a este mismo objetivo, mochileros de toda condición social se mezclaban haciendo verbo unos con otros. Los que más sobresalían por su picardía y ocurrencia eran los muchachos del Callao. Todos esperábamos algún camión de carga como los que usualmente salen desde el mercado de Chosica; por fin el grito de "camión a la vista" por Alberto "Jesucristo" nos puso en alerta. Ya arriba empezó nuestra aventura, éramos casi 40, sin contar los pollos, un chancho, sacos de arroz y azúcar, y uno que otro bulto no identificado. Ya en pleno camino tuvimos la iniciativa de hacer "verbo", cualidad muy de los chalacos ante la seriedad de los limeños; llegamos a la conclusión que mientras más pitucos, más serios son.

En el grupo se encontraban alumnos de Bellas Artes y de la Facultad de Medicina de la Universidad Cayetano Heredia. Ya en un ambiente de amistad, íbamos dejando la cuenca del Río Rímac para entrar a la quebrada de Santa Eulalia. Mientras más subíamos, el paisaje se tornaba más bello y todo el verdor se extendía sobre los bien delineados campos de cultivo, dejando ver a nuestros ojos el orden y la paz de esos lugares invitándonos a vivir allá. De pronto la carretera asfaltada se terminó y se terminó, y nos dejó ver un camino polvoriento de una sola vía y con precipicios a los costados, que ahogó más de un grito en nuestras gargantas; me acordé del pobre mini-Morris del amiguito Carlucho. El camión continuaba su camino hasta que de pronto paró bruscamente, viniendo el cobrador y el chofer a pedirnos los pasajes por adelantado, para evitar el famoso "paga Dios, Señor". Al continuar nuestro viaje pudimos divisar el puente, uno de nuestros puntos de referencia, en la parte alta el pueblo de San Pedro de Casta y mucho más arriba, se podía apreciar nuestro destino: Marcahuasi.

San Pedro de Casta es un pequeño pueblo agrícola, que según decían era famoso por sus quesos; su gente nace, crece y muere, y nunca ocurre nada transcendental, salvo tener una rica tradición histórica y antropológica, según comentarios de los comuneros que viajaban en el camión con nosotros. Me causó una agradable impresión el pintoresco pueblo de calles estrechas, y casas hechas en su mayoría de adobe, con balcones antiguos, y una cruz, diferente una de la otra, sobre cada uno de sus techos. Como el tiempo apremiaba, iniciamos la tarea de buscar burros, ya que sin ellos era imposible subir todo el equipo, especialmente la inmensa carpa con capacidad para 20 personas. Los burros son llamados graciosamente "taxis", advirtiéndonos la gente de no alquilar el famoso burro "Bisco", que tiene la costumbre de llevar a la gente al precipicio. Después de rentar cuatro, nos faltó uno para la carpa que era tan pesada; los burreros se negaron, por la que uno del grupo, Alberto "Ajonjolí", se prestó a llevarla a cuestas y, gracias a su excelente estado físico, lo logró. Nos dijeron que en dos horas podríamos llegar a la meseta, debiendo ascender de 3,200 a 4,200 msnm.

Los primeros minutos de subida fueron horribles, la falta de aire y el peligro del soroche hizo que mucha gente desistiera en su intento de subir; los demás subíamos parando cada tramo y buscando con ansiedad algún puquial para proveernos de agua, ya que a esa hora del mediodía hace un calor insoportable. Mientras el burrero nos acompañaba, conversábamos con él sobre su pueblo, el Distrito de Casta, comunidad a más de 3,200 mts. sobre el nivel del mar y con una población de 1,100 habitantes. Los primeros hombres de esta zona según la leyenda, fueron los Carahatos, quienes vivieron desnudos y en estado de barbarie hasta cuando se produjo un eclipse de Sol. Creyendo que era el fin del Mundo se mataron unos a los otros. Luego vino otra generación llamada Huaris, hombres gigantes, inteligentes y menos salvajes; fundaron varias poblaciones. Y por último, los Varayoq, que vivieron antes de los Incas, hacían trabajar a palos a su gente.

La fundación del pueblo se remonta a 1571 aproximadamente, cuando por real ordenanza del Virrey Francisco de Toledo se empezó a realizar la reducción de varias antiguas poblaciones en una sola, a la cual se denominó San Pedro de Casta, donde la comunidad la forman agrupaciones de familias que poseen un determinado territorio y se identifican por rasgos sociales y culturales comunes. Este concepto es conocido como el Ayllu. La actividad principal es la agricultura y se distingue la cosecha de frutas como paltas, melocotones, limas, y chirimoyas a 1,500 msnm, así como también ocas, ollucos, maíz, habas, alverjas y diferentes variedades de papas a una altura de 2,500 y 3,000 mts. sobre el nivel del mar. Me di cuenta que aún usan la chaquitajlla, un arado de pie pre-hispánico, y también que el agua llega a los cultivos a través de canales; y, justamente refiriéndonos al agua, el burrero nos hizo mención que cada año el pueblo de Casta desde tiempos preincaicos, celebra la fiesta del agua que consiste en la limpieza de las acequias o canales durante 8 días, contando con la participación obligada de todos los miembros de la comunidad, a lo que el "tombo" y Alex comentaron en tono jocoso: "Si se pudiera limpiar así las calles de Lima".

Los mayordomos son los encargados de dirigir las tareas de cada persona, al término de esto hay carrera de caballos, representando a cada comunidad; y, por supuesto, la comida y bebida, para el pueblo y visitantes que quieran unirse a la celebración. Encontramos en la zona, algunos CACTUS llamados SAN PEDRO, que en la actualidad están desapareciendo debido a que muchos excursionistas lo usan como alucinógeno. Llegamos a un tramo de dos caminos y el comunero nos recomendó tomar el camino más largo, el cual también ellos usaban, pero nosotros, como buenos criollos, nos decidimos por el otro sin imaginarnos las cuestas pedregosas que había, y sin una gota de agua a los alrededores; más de uno se arrepintió de haber viajado, inclusive Mingo "Zandrox", nuestro guía. Las quejas y lamentos se escuchaban por doquier, mientras sólo unos continuábamos avanzando. El trayecto nos demandó seis horas, el triple de lo que nos dijeron los comuneros.

Por fin llegamos a la meseta. Buscamos ansiosamente la cabaña donde había vivido el Doctor Daniel Ruzzo, estudiando esta zona durante dos décadas; labor encomiable y comparable con la de María Reiche en las Pampas de Nazca. La cabaña ya estaba ocupada y nosotros completamente agotados encontramos un lugar donde armar nuestra carpa no sin antes quedar admirados por la belleza del horizonte; el sol al ocultarse iba dejando una estela de colores, como aferrándose a continuar aún con vida, dando paso en contados minutos a un cielo resplandeciente; las estrellas que en Lima casi ni se ven, allí lucían tan grandes, casi accesible a nuestras manos, y brillaban coquetamente insinuándonos a seguir mirando el cielo; de vez en cuando vimos cometas voladores o lo que llamamos también estrellas fugaces. El amiguito "Zandrox" estaba en su salsa explicándonos sus cartas astrales y sus meridianos zodiacales pero solamente le escucharon unos cuantos, el resto ya estaba roncando. Para mis adentros yo pensaba con lástima cómo los conquistadores españoles decidieron instalarse y situar la capital en el Valle del Rímac, cerca del mar, en vez de haberlo hecho en estos lugares; su ambición por la búsqueda de oro los hizo mirar siempre hacia la tierra y nunca levantaron sus ojos al cielo.

El viento frío empezaba a azotar. Mingo "Zandrox", Alberto "Jesucristo", Anderson y el que escribe, fuimos los últimos en ingresar a la carpa, y por lo tanto en apagar la lámpara Petromax que colgaba en una de las esquinas de la carpa. Esa noche sufrimos los que tenemos el sueño ligero, ya que tuvimos que aguantar todo tipo de olores y ruidos gaseosos, producciones por la altura (4,000 mts. de altura sobre el nivel del mar). Amaneció, y a nosotros al despertar nos dolía todo, hasta el alma; nos hubiéramos querido quedar acurrucados dentro de la carpa, pero tuvimos que salir a preparar el desayuno para aliviar con algo caliente el intenso frío de la mañana; hubo pan con atún, camote frío y "quaker" sin leche, a lo pobre. Oswaldo "Cuetone", tipo con mucho carácter y personalidad, era el encargado de supervisar los alimentos, de manera que durasen en el tiempo previsto para los que habíamos contribuido para la despensa; los otros tres que fueron de mantequilla conocieron a unas chicas de otro grupo y los vimos comiendo mejor que nosotros.

Luego del desayuno, con más ánimo y fuerzas, nos dividimos en dos grupos, debiendo quedarse uno de ellos a cuidar la carpa y el equipo; nosotros emprendimos el recorrido por la meseta que tiene una plataforma de más o menos 2 km., rodeada de precipicios de casi 1,000 mts. de profundidad; aislada completamente del resto del mundo, como si la naturaleza la quisiera proteger de la mano depredadora del hombre. A la cabeza del grupo iba Mingo, haciendo alarde de sus conocimientos de esta zona, afirmando que eran restos de una civilización antediluviana, donde el hombre aprovechó la disposición de las gigantescas piedras para darles formas, tallándolas; esta cultura fue llamada Masma por el Doctor Ruzzo, usando el mismo nombre que tiene una región que se encuentra en la zona central del Perú, habitada por los Huancas hasta la llegada de los españoles y que fue una de las más antiguas del mundo. Los patas nos miramos pensando que la altura había afectado a Mingo. A pocos metros pudimos divisar una gran cabeza esculpida en piedra con un nítido perfil, él nos explicaba que es el Monumento a la Humanidad, que a medida que girábamos se podían apreciar hasta 14 perfiles de todas las razas humanas según la teoría del Dr. Ruzzo. Los casteños la llaman Peca Gasha o "Cabeza del Callejón" en el idioma quechua.

También apreciamos boquiabiertos el altar de los sapos, el león africano, un camello y la cabeza del Inca; con la ayuda de mi cámara pude plasmar toda esta belleza, la cual guardo en slides, como un tesoro. También vimos una piedra en forma de reptil llamado Anphichelida (reptil de la era secundaria, de aproximadamente 7 mts. del largo), antecesora de la tortuga; poseía un caparazón cortado en 4 partes y se le tiene clasificado como Stegasaurio. Esta escultura de piedra tiene 25 mts. de largo y 4 mts. aproximadamente, de alto. Cuando empezamos el recorrido sólo éramos 6, pero se fueron sumando otros grupos que escuchaban con deleite la exposición de Mingo, él nos indicaba que debíamos colocarnos en los ángulos precisos para poder apreciar las obras-formas perfectas; luego llegamos al templo de las Mayoralas; según Ruzzo, parecen mujeres danzando. Es un lugar de mucha acústica y más abajo pudimos apreciar un lugar lleno de lagos llamado Huacracocha, pero Mingo nos explicó que eran colcas o depósitos de agua; estaban casi llenos pero no ofrecían garantía para tomarlas, por eso los comuneros aprovechan para subir el agua, venderlo y hacer su "agosto".

El paisaje se veía esplendoroso a esa hora de la tarde y pude apreciar restos arqueológicos muy interesantes y en mi opinión Pre-Incaicos del siglo XIII y XIV; pudimos ver también restos de construcciones de dos pisos, con pequeñas puertas de ingreso, destruidos no por el paso del tiempo sino por la mano depredadora del hombre que sube a estos lugares. El Inca Túpac Yupanqui conocía bien de estas gigantescas esculturas según testimonio de los cronistas de la conquista. Nos habían dicho que desde el punto más alto, llamado SANTA MARÍA, se podía apreciar el rostro de Jesucristo y cuando llegamos, realmente nos pareció verlo también esculpido en otra gigantesca piedra. Muchos de los que se quejaron, en ese momento afirmaban que valió la pena tanto sacrificio, y todo cansancio se había esfumado de sus rostros.

Mingo estaba deseoso de llegar a un lugar donde según él hubo influencia egipcia, representado por un hipopótamo hembra erguido sobre sus patas posteriores como la diosa Thueris (símbolo de la fecundidad), acompañada esta esfingie de dos hombres con una especie de escafandra, un perro y, según Ruzzo, también un cocodrilo. Todo lo que veíamos nos parecía insólito y parecía que nos encontrábamos en otro mundo y nos hacía pensar ¿qué mano realizó esta obra monumental?, ¿Fue la naturaleza?, o aquellos habitantes de los que habla el Doctor Ruzzo.

Maravillados regresamos a la carpa siendo las seis de la tarde después de haber caminado palmo toda la meseta durante 8 horas; allí encontramos a nuestro grupo dialogando con gente de otras carpas, intercambiando ideas, haciendo amistad, algo que no pasaría en la ciudad. Pero este lugar transformaba a las personas haciéndonos olvidar las poses y los detalles, para solamente ver a una juventud deseosa de encontrarse a sí misma con sinceridad y sin egoísmos. Ya en la noche hubo un fiestón en el anfiteatro; claro que, con mesura y sanamente, ya que era Viernes Santo.

Al otro día, el sábado, le tocó al otro grupo que se fue con las chicas de la otra carpa vecina, nosotros por nuestra parte fuimos a los alrededores a visitar algunas Chullpas (restos de tumbas pre-incaicas) y después regresamos a desarmar la carpa pues el mismo día partiríamos de regreso hacia el pueblo de San Pedro de Casta. La bajada fue más suave y rápida, la hacíamos contentos, se escuchaban risas, los pepones del grupo piropeaban a las chicas y no perdían el tiempo, escribían sus teléfonos y direcciones en Lima. Después de dos horas caminando, llegamos a San Pedro de Casta con otra visión; el pueblo nos inspiraba respeto, admiración, y nuestro trato hacia su gente cambió completamente. Muchas cosas influyeron para esta actitud, supongo que el contacto con la naturaleza, el acceso elemental de supervivencia, sin radio, televisión que perturbara nuestra meditación, mucha comunicación sincera entre unos y otros depojándonos de sentimientos de valor. Lo cierto es que bajábamos renovados y con cierta melancolía de regresar al mundanal ruido, pero una parte de este lugar de encanto nos llevaríamos muy dentro de nosotros, convirtiéndonos de ahora en adelante en verdaderos Punarunas.
Tomamos el camión de regreso muy de madrugada y volvimos a nuestro querido Puerto con la esperanza de un próximo retorno, que logré años después con mi esposa.

"Bueno Fabián" le dije, "son las 12:55 p.m., se nos acabó el reposo, tenemos que regresar a nuestra labor, mañana será otro día y tocaremos algún otro tópico". Desde el piso 17 de Brickell miré hacia el sur y no pude evitar que un sentimiento de nostalgia invadiera todo mi ser.

         Expedicionarios chalacos de Barrio de Santa Marina, de izquierda a derecha : Alberto Nunez .. "kristo", "Quique" di Florio, Alberto "gringo " Muñoz Tesson y Carlos " Carlucho " Bernal Zapatel 

Alberto Muñoz Tesson
Santa Marina
Miami - USA

sábado, mayo 12

Instituciones Chalacas : Teatro Ideal


EL TEATRO “IDEAL”
Archivo Humberto Currarino -  Callao
El Callao 1957. Con merecida justicia el Concejo Provincial del Callao otorgó con motivo de las fiestas centenarias una medalla de oro a los propietarios del Teatro “Ideal”, Don Emilio Chang Nang y Don Julio Chao Yeng por haber construido con esfuerzo digno de todo encomio el teatro que lleva ese nombre, ubicado en la cuadra cinco de la Avenida Sáenz Peña, frente a la Plaza Casaneve – Óvalo del Callao, y que es ahora el local de espectáculos más cómodo y elegante con que cuenta nuestro Puerto: aloja en su sala 300 espectadores.
El cómodo escenario mide 15 metros de ancho por 16 de fondo, y su altura se eleva a 20 metros, altura considerable que, unida a unos modernos juegos de tramoya con que está dotado, le permite capacidad para recibir cualquier decorado. El espacio del proscenio permite en este teatro cualquier presentación por complicada que ésta sea. Cuenta con treinta camarines  cómodos y dotados de condiciones higiénicas modernas. El acceso del público a la platea, galería y palcos se verifica por el vistoso vestíbulo que da hacia la Plazuela Casanave, siendo la entrada para la galería alta por la calle de Colón.
Siendo dicha construcción considerable exponente de la cultura y progreso de nuestro Primer Puerto, el merecido premio que ha acordado el Concejo a los entusiastas propietarios del referido teatro ha sido recibido por la colectividad con entendibles muestras de satisfacción, y como un estímulo merecido a los que en nuestro medio tan necesitado de obras públicas y de ornato, emprenden obras meritorias y de verdadero aliento para el país.
Archivo Humberto Currarino - Callao
Marcial Pérez Ponce de León
Paita 187
Callao
Fuente de información
Revista Variedades 1957

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